miércoles, 12 de agosto de 2009

Pequeños grandes detalles, por Gonzalo Vial


Pequeños grandes detalles, por Gonzalo Vial.

La sartén le dijo a la olla. El ministro del Interior declaró que “se necesitaba una actitud «más proactiva» de los fiscales (del Ministerio Público) para investigar los delitos en el contexto del conflicto mapuche” (El Mercurio, 7 de agosto). Me perdonará el ministro —persona seria y bien intencionada—, pero esas palabras recuerdan irresistiblemente uno de los más conocidos «qué le dijo» de mi infancia: “¿Qué le dijo la sartén a la olla? Quítate, no me tiznes”.

Pues el factor clave de la delincuencia usurpadora de grupos mapuches ha sido una política continuada e invariable del actual gobierno, cuyo responsable es, justamente, el ministro del Interior. A saber, la política de comprar a través de CONADI los predios objeto de seguidillas de esos delitos, para REGALARLOS a los delincuentes (ver esta columna, la semana pasada).

Así sucedió con la Hacienda Lleu-Lleu y con el predio Alaska de la Forestal Mininco. Así estaba sucediendo respecto de los predios del agricultor Urban (en el epicentro de los últimos atentados y choque indígenas con los carabineros zonales), pero la CONADI y Urban no “llegaron a precio” (!), y recomenzaron los asaltos para ablandar al propietario... para que viera la luz. Y así se sigue pretendiendo que también vea la luz el agricultor Luchsinger que —¡hombre más porfiado!— ni siquiera acepta conversar con la pistola al pecho.

De tal modo, objetivamente, la CONADI es funcional a los delitos en cuya persecución el ministro —responsable político del Gobierno— no considera suficientemente «proactivas» a las fiscalías de la zona...

“Quítate, no me tiznes”.

¿Y por casa, cómo andamos? Gran alboroto en Argentina porque el Papa calificó como “escándalo” la pobreza de ese país. La cifra «oficial» de aquélla es 15,3% de la población, pero el propio ex presidente Kirchner confiesa que la realidad “debe andar” (!) en el 20, 22 o 23%. Es sabido que las estadísticas argentinas, sobre todo en materias políticamente sensibles, no son muy confiables.

Nosotros nos sentimos superiores, pero (si de pobreza se habla)... ¿lo somos?

El último porcentaje conocido corresponde a la encuesta CASEN 2006, que dio 13,7% de pobreza, indigencia incluida. Sin embargo, la cifra tiene un «pero» grandote. A saber, que la «canasta» de productos cuyo costo determina el límite de la indigencia (y, el doble del mismo monto, el límite de la pobreza), se estableció en 1988... el último año de Pinochet. Y no se ha puesto al día NUNCA, no obstante disponer el Estado de las encuestas para hacerlo. Es el último «enclave autoritario» del «tirano», pero durante veinte años la «democracia» no se ha decidido a actualizarlo.

Un economista de prestigio —profesor de Harvard y de la Universidad Católica— se tomó el trabajo de hacerlo utilizando los mismos datos que el Estado posee, pero no aplica (El Mercurio, 14 de octubre de 2007). ¿La pobreza chilena de 2006 —antes, pues, de la actual crisis— según ese cálculo? 29%, indigencia incluida.

Silencio de las autoridades.

El Papa, ciertamente, no ha manifestado nada sobre Chile. No era necesario. Hace VEINTITRES AÑOS su ilustre antecesor nos dijo a los chilenos específicamente, y entre ellos a los católicos, más específicamente todavía: “Los pobres no pueden esperar”. Pero siguen esperando. Son muy pacientes.

El problema no está ahí. El niño de diez años que circula por el SENAME (Servicio Nacional de Menores) y los tribunales se evade de éstos y de aquél apenas puede y comete innumerables delitos, incluso manejar un automóvil robado, ha sido la noticia cúlmine de los últimos días. Se habla de reorganizar el SENAME, de reestructurarlo, de profesionalizarlo... ¡aun, de dividirlo en dos!; de darle más y mejor personal y mayores fondos; de nuevos cambios (la enésima vez) en la justicia del rubro, y de combinarse con los organismos filantrópicos del sector privado que persiguen los mismos fines...

Todas o algunas de las propuestas (especialmente la última) pueden ser útiles, pero que no se espere de ellas salida al problema de la niñez desamparada que cae en la corrupción —droga, alcohol, abuso sexual— y en el delito. Ese problema tiene, fundamentalmente, otra causa, que ni el mejor SENAME concebible puede resolver: el aniquilamiento de la familia popular.

Oscurece el tema —y dificulta abordarlo— la tontería «oficial» que repiten ciertos sociólogos, sicólogos y políticos, y círculos y funcionarios del neo-progresismo. A saber, que en Chile hay “varios tipos de familia”, y que la “opción” por cualquiera de ellos es libre y propia de la sacrosanta “diversidad” que el Estado debe respetar, sin privilegio para ninguno.

La verdad es que existe una sola familia, en crisis y retroceso, que es la legal: los padres unidos por el matrimonio civil, y su prole nacida dentro de éste. Las demás «parejas» sexuales resultan, atendidas sus infinitas variables, imposibles de definir y de regular; su naturaleza misma las hace inestables y cambiantes; no engendran responsabilidades recíprocas —o de hecho es imposible exigir que se cumplan— ni ofrecen a los niños a los cuales «cuidan» seguridades de crianza, educación, formación humana ni estabilidad sicológica. Semejantes características se dan en todos los sectores sociales y naturalmente admiten excepciones, pero entre los pobres (sin culpa de ellos, es claro) éstas son pocas y aterradora la extensión del mal.

El niño que ha sido centro de la noticia pertenece a una de estas seudofamilias del neo-progresismo: madre sola, padre ausente al cual su hijo ha visto pocas veces en la vida, ocho hermanos de cuatro progenitores distintos, los mayores de aquéllos mezclados en diversos tipos de delitos (La Tercera, 4 de agosto). Los neo- progresistas se felicitan porque madre y padre ejercieron una «opción de familia» dentro de la «diversidad», uniéndose y desuniéndose por su mero arbitrio, pero... ¿quién cuidó los derechos del niño que nacería y efectivamente nació de tan libertario emparejamiento? ¿Cuál ha sido SU opción? ¿Cuándo la tuvo? ¿Cuándo eligió?

Así hemos llegado a que los dos tercios de los niños que nacen en Chile no provengan de matrimonio de los padres, y a que —de esos dos tercios— un 20%, aproximadamente, no cuente siquiera con el reconocimiento de ambos progenitores.

De todo lo anterior, obviamente, no es el único responsable el Estado. Pero en veinte años ha roto por completo su antigua línea civilizadora de proteger y estimular el matrimonio legal, la «libreta».
Línea que era tan «laica» como católica... posiblemente MAS «laica» que católica. Orgullo del radicalismo, que hoy la olvida y contradice. Las normas concertacionistas sobre filiación, divorcio, esterilización, impuestos, subsidios habitacionales, etc., han ido minando por su base a la familia legal, colocándola aun EN DESVENTAJA respecto a las otras «opciones» de emparejamiento. Lo he explicado muchas veces aquí mismo, no creo necesario repetirlo. Pero el 2 de agosto un senador declara a El Mercurio algo nuevo que, de confirmarse, sería a no dudar la cereza de la torta: que los jardines infantiles de la JUNJI preferencian a los hijos nacidos fuera de matrimonio, sobre los que provienen de éste...

No extrañarse, entonces, del «Cisarro», el «Loquín», el «Cejas» y demás niños-prodigio de la delincuencia chilena; de la violencia pavorosa que suele revestir aquélla; del altísimo costo y pobre resultado de los esfuerzos para recuperar a esos niños; de los fracasos y costos cada vez mayores en este proceso, de un SENAME desbordado e impotente... Son el fruto venenoso y fatal de las «opciones» y «diversidades» que han ido ahogando progresivamente a la familia chilena y al matrimonio legal.

¿De qué se quejan? Un crítico y columnista de El Mercurio, profesor universitario durante un cuarto de siglo, se lamenta de la reglamentación asfixiante que las entidades de enseñanza superior han ido imponiendo a sus maestros (8 de agosto). Se ven éstos —dice— “arrinconados... a practicar la docencia de una única manera, vigilados para que desarrollemos nuestra actividad en el único formato aceptable”. Son esclavos del “plan”, donde “cada asignatura... cada clase... obedece a un programa detallado anticipadamente, que el profesor debe ejercer sin apartarse, idealmente, ni un milímetro: objetivos (generales y específicos), contenidos, evaluación, el célebre Syllabus (que indica, sesión por sesión, las lecturas) y la bibliografía, integran el armazón de esta planificación, que... es vivida como impostura”. Reclaman ser liberados de ella, de los “dogmatismos ideológicos”; dar cabida al “yo”, a “la subjetividad o experiencia personal del docente”; poder seguir en la enseñanza un “curso azaroso”, el cambio de rumbo que un hallazgo imprevisto justifique; no cerrar la puerta a “divagar”.

Agreguemos que estos “planes” minuciosos, estos asfixiantes corsés del espíritu, son habitualmente confeccionados por «expertos» grises; petrificados en el «último grito» de sus respectivas disciplinas... un último grito de hace veinte años; adoradores y copistas a la pata de gurúes intelectuales, generalmente extranjeros; temerosos de la originalidad y de la innovación y de los caminos no trillados. Es inimaginable una mente superior dedicada a confeccionar “planes” semejantes.

Mas no dice el columnista por qué las universidades se han tornado esclavas de la mediocridad planificadora. La respuesta: necesitan «acreditarse» conforme a la ley de 2006. Y lo necesitan, exclusivamente, para sacarle dinero al Estado, sea directamente, sea mediante los sistemas de financiamiento de los alumnos. No hay «acreditación», no hay dinero de Papá Fisco. Es el plato de lentejas que ha pagado la primogenitura intelectual de las universidades.

Pero la «acreditación», como fue legalmente impuesta ese año... obligatoria, estatal, burocrática, cerrada a todo aire fresco (particularmente de instituciones extranjeras), feudo de los mismos que deben «acreditarse» (hoy por mí, mañana por ti), es —no puede sino ser— el reino de la mediocridad planificadora. El reino del «modo único», rutinario, anticuado de enseñar una carrera o disciplina. El ataúd de nuestra enseñanza superior.

Al quejarse de que les corten las alas metiéndolos en ese ataúd, los profesores universitarios tienen razón. Y, al mismo tiempo, no la tienen. ¿Qué hicieron en su momento para frenar o modificar la «acreditación»? ¿Qué están haciendo para librarse de ella?

Acount