El itinerario del corrupto
Gonzalo Rojas
Están en todas partes, pero sólo una pequeña porción de ellos ha sido descubierta: son los corruptos. Los hay en estado de larva; otros son ya gusanitos jóvenes; muchos más se desempeñan hace años como carcoma adulta, penetrando todo el aparato público.
¿Son necesarias las leyes para combatir la corrupción? Sí, porque en Chile la norma tiene un sentido pedagógico: la población consume legislación (la compra: "¡La ley, la nueva ley, pa' los regalones, la nueva ley!") y trata de ajustar sus comportamientos a ella, para cumplirla con rigor o para vulnerarla con eficacia.
Pero hasta ahí no más llega la ley como solución. Limitada fémina, cuando se cree todopoderosa y, por eso mismo, capaz de cambiar comportamientos, falla en la base, porque olvida que las personas, antes que por esas leyes numeradas, nos guiamos por los criterios que norman la conciencia.
Y ahí esta la clave: el corrupto se inició en sus malas artes precisamente cuando invocó la autonomía parcial de su conciencia. No era na-da grave, se decía a sí mismo. Des-vió un poquito su conciencia, porque se trataba sólo del recorte de unas becas cuando era dirigente estudiantil en esa federación de izquierda en los 80, o en una bicicleta con la caja chica, cuando ingresó a esa municipalidad a comienzos de los 90. Recortes y bicicletas, deportes del corrupto principiante.
A poco andar, y experimentando esa soledad del riesgo que tanto cansa, el corrupto, algo nervioso, buscó socios; los encontró sin problemas en jefecitos o coleguitas que, en nombre del programa estrella de asistencia social, habían montado ya pequeñas maquinarias para estrujar los recursos. Si al vaciar un saco lleno de monedas se lo toma por las puntas, siempre quedan algunas capturadas en las esquinas. Después las cuentas no cuadran, pero ya se sabe, son moneditas no más.
En todo caso, el corrupto recuerda bien que Robespierre se autodenominó "El Incorruptible". Obvio: él, un hombre progresista, admira la Revolución Francesa y quiere aprender de ella. Por eso, para que no le pase lo mismo que al enajena-do de la guillotina, el corrupto extiende sus redes, se vincula con los servicios policiales y judiciales. Genera su propio Comité de Salvación Pública, o sea, asegura la suya y la de sus amigos corruptos.
Cuando logra ya ese nivel, es un cuarentón con prestigio. Nadie piensa que él pueda ser un simple y sucio depredador de los recursos nacionales, porque el hombre ha logrado cultivar su imagen de servidor público ejemplar. Presenta alentadores planes de desarrollo, muestra contratos que implican notables inversiones para su ministerio, servicio, región o comuna; en fin, esos gruesos labios que denotan su vanidad se justifican, porque el hombre es un gran gestor del bien público, ¿no?
Su conciencia, a estas alturas, está durmiendo el sueño de los que se creen justos.
Hasta que estalla el escándalo, hasta que se sabe que fulanito metió las manos, y a cuatro manos. Y entonces cuesta creerlo: el admirado, el venerado, el idolatrado, es ahora el cuestionado.
Sus colaboradores se dividen en dos grupos: los del "Yo lo sospechaba, yo ya lo sabía" y los del "Yo pongo mis manos al fuego por él".
Se inicia el proceso judicial; avanza y después se traba; surgen luces, pero después entra en tinieblas; hay condenas, pero más adelante se revocan.
Mientras tanto, unos jóvenes veinteañeros, vinculados a diversas juventudes políticas, piensan para sus adentros: hay que hacer mejores leyes para evitar que esto vuelva a pasar; al oírlos, parece que ellos todavía conservan sus ideales, que siguen pensando en términos de probidad pública.
Ilusión de ilusiones: si no se forman sus conciencias, el ciclo volverá a comenzar. Ya estarán ellos en el banquillo de los acusados.