No son robots ni replicantes los que integran la delegación chilena que visita Cuba (aunque varios de ellos lleven tantos años bajo la influencia de ideologías que congelan el alma).
Todos tienen corazón; sí, todos experimentarán que por sus ojos van a ir entrando imágenes que, unidas a sonidos y gustos, tocarán sus cuerdas interiores y las harán vibrar. Pero lo que suene allá adentro, en el corazón, dependerá de cada uno.
Por cierto, sólo verán la Cuba de exportación, la que está pensada y modelada como un insumo para las cabezas revolucionarias del planeta. Por eso, lo que observarán es sólo parcial, muy poco, el producto de 50 años de cuidadoso diseño verde oliva. Pero igual, esos ojos procesarán imágenes y esos corazones se estremecerán.
En primer lugar, el de la Presidenta. Ella sonreirá moderadamente por fuera y se conmoverá por dentro. Recordará la pobreza gris de sus años germanos; analogará la opresión de la Stasi con las mentiras de Granma. Por dentro, la Presidenta vacilará: es mujer, y en esa calidad será más sensible que nadie para intuir lo que no se le muestre y para juzgar lo que vea. ¡Y qué terribles dudas surcarán su conciencia sobre el camino ya recorrido y sobre los meses por venir!
Pero, al volver a Santiago, resumirá todo en una púdica declaración: "Hemos aprendido mucho de Cuba sobre cómo hacer ciertas cosas y cómo evitar otras", afirmará la Presidenta.
Distinto será el caso de Teillier, Arrate y Navarro. Sus pupilas se dilatarán para escudriñar en Cuba ese Chile que soñaron construir bajo Allende, ese país que no han podido edificar tampoco con la Concertación. Pero sus corazones no se quedarán fijos en la nostalgia del proyecto frustrado: la respiración se les acelerará cuando consideren que después de Fidel viene Chávez, que ya no hará falta la inspiración de la isla, porque serán los dólares venezolanos los que seguirán volcándose en el mundo y en el Chile de la Arcis.
Por eso, al volver, Navarro di-rá que ya ha visto el futuro, que ha comprendido mejor que nunca cuál es su tarea: la liberación de los pueblos, de la que Cuba es un ejemplo heroico y Venezuela, la esperanza en marcha.
Por su parte, los corazones de la familia Ominami se conmoverán con las explicaciones oficiales sobre los niveles sociales (oficiales, también) de la isla. A cada paso, eso sí, padre e hijo estarán viendo el negativo del ministro de Hacienda: "En Chile, esto no lo permitiría Velasco", "Con Velasco, esto es imposible", "Mientras esté Velasco...". Convencidos una vez más de que hay que llevar a la Concertación por una vía distinta, al llegar al país, más que hablar de Cuba, en tono místico enmarcarán el programa para la presidencial que se avecina: "Un Estado fuerte para una sociedad débil: no al neoliberalismo globalizante".
Una cuarta pareja de ojos, otra dupla de corazones, sufrirá un fuerte impacto por cada minuto que pasen en la isla. Foxley y Ortiz serán objeto de especial atención del régimen, pero nada podrá alterar la sensibilidad basal con la que un DC se aproxima siempre a la dictadura castrista. Ante todo, estos demócratas se preguntarán por qué son correligionarios de un ex ministro que afirma haber preferido que los asesinos de Jaime Guzmán se quedasen en Cuba. Cómo y por qué se puede haber pensado así, se dirán, interrogándose en el fondo por la profunda crisis de identidad de su partido. Pero, de inmediato, les surgirá una pregunta relacionada: Y al volver a Santiago, ¿podremos apoyar un pacto con los que por cinco décadas han sumido a este pueblo en la miseria y en la opresión?
Al volver, los DC no declararán nada de esto, pero sabrán que no era en vano viajar a Cuba.