jueves, 23 de abril de 2009

Decadencia de la moral pública.


Decadencia de la moral pública
por Gonzalo Vial.

Quizás debiéramos decir «desintegración» y no «decadencia», pero seamos moderados.

La moral pública tiene numerosos aspectos, pero de ellos reviste mucha importancia —quizás la mayor, pues indica cómo andan los demás— el manejo honesto y cuidadoso de los fondos del Estado.

Arturo Prat es nuestro ejemplo en esto, igual que en tantas otras cosas. Enviado a Argentina como agente secreto de Chile, el año 1878, recibió para cumplir dicho cometido una gruesa cantidad de dinero. Rindió cuenta de su inversión con minuciosidad y severidad increíbles, resultando un sobrante a devolver, que restituyó simultáneamente.

Los criterios de Prat para calificar los gastos fueron estrechísimos. V.gr., cobraba los almuerzos, pero no el vino que los acompañara. Los cortes de pelo no le eran reembolsables, decidió, pues hubiera debido hacérselos de cualquier modo.

Esta rigurosidad decayó sin duda durante el siglo XX, pero hace ya dos décadas que ha sido remplazada por la manga ancha, y aun —no pocas veces— por irregularidades a menudo francamente deshonestas.

La más notoria, por supuesto, fue el escándalo del MOP-Gate, corriendo la anterior Presidencia... las «majamamas» entre altos empleados de Obras Públicas y los concesionarios del citado ministerio a los cuales los primeros debían fiscalizar. ¿Objeto? Extraer dineros del Estado, utilizando pagos de inexistentes trabajos materiales o de servicios nunca cumplidos, y repartir esos recursos a los mismos funcionarios, mediante sobres de billetes que se hicieron famosos. A idéntico fin concurrieron los «fondos reservados», cuyo presunto mal uso sería luego perseguido con tanta dureza respecto de Pinochet y su familia.

Pero en el MOP-Gate todo lo incorrecto o delictual se hizo humo, fue legalizado por un salvavidas que le echó la Oposición al Gobierno. Colaboraría Impuestos Internos, dictaminando, sorprendentemente, que los sobres de billetes de origen «reservado» no pagaban tributo a la renta.

Es posible que esa actitud samaritana de la Oposición tuviera un motivo razonable desde el punto de vista político. Para la moral pública, sin embargo, fue un pésimo ejemplo y golpe casi irreversible. Ya que a posterioridad se multiplicaron asaltos y saqueos parecidos contra el fisco. Citaré solamente tres:

1 El caso Chiledeportes, cuyo enjuiciamiento penal llega a su término estos precisos días.
Ha dejado claro que funcionarios de aquel organismo, que a la verdad eran «operadores» de un determinado partido concertacionista —llegados allí en virtud de un «cuoteo» extremo, sólo comparable al de la Unidad Popular—, aprovecharon ilícitamente su facultad de asignar, de modo discrecional, subsidios de fines «deportivos». ¿Para qué? Para asignar estos subsidios: 1.1. a proyectos inexistentes, inventados... un simple hurto de dinero, y 1.2. a proyectos con recomendación de alguna colectividad o parlamentario concertacionista (en especial, por supuesto, del partido que controlaba Chiledeportes). Muchas de las iniciativas así subsidiadas eran de escasa o nula utilidad... salvo la política, obviamente.

2 La desviación de fondos, desde los planes de empleos de emergencia para cesantes al financiamiento de campañas electorales. Esta barbaridad —sacarles el pan de la boca a los desocupados— ha sido demostrada judicialmente, así como a qué específicos parlamentarios benefició. Salvo uno, la ignoraban, por lo cual no fueron condenados ellos, sino colaboradores suyos. Pero conocido y comprobado el delito, que aprovechó indiscutiblemente a los respectivos congresistas, era de delicadeza obvia y mínima que éstos restituyeran las sumas sustraídas en su particular provecho político. Que yo sepa, ninguno lo ha hecho.

3 Los «informes». Ha devenido práctica usual que los ex altos jefes concertacionistas que pierdan sus cargos, mientras se les asignan otros, no padezcan un minuto de cesantía. En el lapso entre el antiguo y el nuevo puesto, evacúan «informes» sobre las más variadas materias, que les solicitan y les pagan generosamente diversas entidades... todas del Estado, ¿necesito decirlo? A la verdad, el «informe» es recompensado más que generosamente, pues su tema y/o la calificación de quien lo firma suelen tornar el documento de discutible utilidad para quien lo ha pedido.

Sucedió en CODELCO. Un ex ministro y un ex funcionario de categoría, esperando sus nombramientos en sendas embajadas, fueron contratados por la empresa minera para «informar» materias que, es probable, o ésta conocía mejor que ellos, o le eran superfluas.

Una variante ha sido derivación de los «sobres de billetes» de MOP-Gate: complementar los sueldos de funcionarios caracterizados, y en plena actividad, pidiéndoles «informar» de esto y aquello... pagados, por supuesto. Así, Gendarmería, que nunca ha tenido dinero bastante para sus necesidades más elementales, recababa «informes» cuyo costo endulzaba la vida de empleados y ex empleados públicos que le eran ajenos.

Y ahora se acaba de revelar que un ex ministro de Defensa, y tres ex subsecretarios, constituyeron una corporación para «informar» a su antiguo ministerio, de un modo similar al de los casos anteriores... Uno de los «informes» constaba de 18 páginas y se pagaron por él $6 millones. En cada página era posible hallar, entonces, más de $300 mil de sabiduría militar.

Pudiéramos creer que este déficit de moral pública es un vicio de la Concertación y subsanable removiéndola del gobierno. Pero no es así. Las municipalidades (no todas, por supuesto, pero muchas) hierven de problemas semejantes, bajo alcaldes de los más diversos colores. Funcionarios que no hacen nada, ni siquiera concurren a la oficina, porque son sólo activistas políticos... o simplemente amigos. Contratos sobrepreciados, cuyo exceso va a distintos bolsillos. Concesiones y contratos que se otorgan a parientes y/o compadres políticos, para objetivos innecesarios o también sobrepreciados. Etc., etc.

Los últimos días, la puesta en vigor de las nuevas disposiciones sobre «transparencia» de la información que deben difundir los diversos entes del Estado, ha hecho florecer la esperanza de que esas normas puedan mejorar la moral pública.

Es efectivo, pero sólo en una modesta medida. Los particulares, analizando la información que se publicite, podrán inducir o sospechar las trapisondas fraguadas al interior de tal o cual servicio. Pero es un exceso pedirles que sean ELLOS, y no el propio Estado, quienes investiguen, prueben, denuncien, persigan, etc., las incorrecciones. Esto demanda mucho tiempo, dinero y persistencia, lujos que pocos pueden darse.

Hoy mismo, presentarse a Chilecompras postulando una venta o servicio, no significa ninguna garantía de que el ente público o municipio requirente resuelva «con transparencia». Puede imponerle a la operación los requisitos necesarios para preferir a quien de antemano haya decidido —por los motivos de presumir— que sea el ganador.

La verdad y la gravedad del asunto que tratamos reside en que la moral pública no es cuestión de leyes, reglamentos, consejos, Contraloría ni «transparencia», sin desconocer ni menospreciar la importancia relativa o auxiliar de estos elementos u organismos. La moral pública se halla inserta en un todo más amplio, la MORAL SOCIAL... un sistema ético que la sociedad acepte generalmente, y que incluya la corrección en el manejo de los fondos y negocios del Estado.

Ahora bien, ese sistema de moral social generalmente aceptado no existe hoy en Chile. Comenzó a perderse con el gran cambio ético ocurrido durante el paso del siglo XIX al XX, que nos dejó DOS morales paralelas: la católica y la «laica». Ambas, de comienzo, se asemejaban bastante por lo que concernía a las normas, aunque rechazando la segunda cualquier fundamento sobrenatural. Ambas eran rigurosas respecto de la honestidad pública: en ello, Prat —católico liberal— representaba las dos vertientes. Pero el «laicismo» ético no prendió, sobre todo respecto a la juventud que educaba el Estado a través de los liceos, fenómeno del cual existen innumerables testimonios. Gran parte de los chilenos quedó, pues, sujeta a múltiples y diferentes concepciones o sistemas de moral social... o sin ninguno.Y de todos modos ella, para los «laicos», era RELATIVA: variaba según las sociedades y los tiempos.

El aprovechamiento ilícito del Estado perdió su antigua y hasta entonces inmutable connotación de moralmente inaceptable.

El fenómeno no pudo sino acentuarse cuando —concluyendo el siglo XX, y luego del desprestigio y colapso de los «socialismos reales»— cundió como reacción una nueva moda ética, que hoy persiste, y que el viejo relativismo moral consolida. A saber, la del avance, provecho y bienestar propios, sin consideración al de los otros, ni al perjuicio que se les cause... el desencantado «ande yo caliente/y ríase la gente»; la sacralización del egoísmo. La ley suprema es el interés de cada individuo, y su pedestal, los rotos derechos, intereses y aspiraciones de los demás. La disolución del matrimonio por repudio unilateral que establece nuestra Ley de Divorcio es un adecuado exponente de esta concepción ética.

Pero ella es incompatible con una moral social generalmente aceptada. Sin ésta, no hay moral pública de la misma índole, y por tanto no nos veremos libres de la grosera deshonestidad en materia de negocios y dineros del Estado, que hoy nos avergüenza.

Acount