martes, 28 de abril de 2009

Tres comentarios de actualidad.


Saber quiénes somos, 

por Margarita María Errázuriz

En nuestro país los comportamientos sociales son tan contradictorios, que no permiten hacer generalizaciones sobre ellos y, menos, juicios tajantes. El proceder de los chilenos se mueve entre dos extremos: la pasividad y la agresividad. Frente a ellos, la gran pregunta es cómo somos realmente; cuán pasivos o capaces somos de hacer valer nuestros derechos y, también, cómo se entienden esas formas tan dispares de expresarse. La respuesta a esta pregunta no es fácil.


Es de suponer que reacciones tan opuestas expresen procesos sociales valiosos de comprender. Por desgracia, las explicaciones que se dan a éstos usan muletillas y frases convencionales, tales como “el país cambió” o “las personas pueden patalear”. Son juicios hechos a la rápida, que no convencen. Difícil aceptarlos, por sencillos y rotundos. Para quedar satisfechos, necesitaríamos que se nos dijera con precisión en qué consiste el cambio o por qué se patalea.


Una reflexión de esta naturaleza no es banal. Los países son aquello que su gente es y requieren de su fuerza para sobrevivir en un mundo globalizado; necesitan perfilarse, considerando las diferencias que tienen sentido para una cultura que prioriza las dimensiones sociales y el carácter humano de las personas. El país que no lo consigue pierde valor. Por ello, nuestra mirada debiera profundizar en quiénes somos.


Nuestra cara pasiva aparece en las descripciones que se hacen de nosotros. Cuando se nos caracteriza, se habla calurosamente de nuestra naturaleza y geografía, de la estabilidad de nuestras instituciones e incluso de su gobernabilidad, pero sobre su población no se dice nada. O, más bien, debo decir que he escuchado frases para el bronce. “Chile es un país sin gente; es un territorio vacío”. Si nos miramos a través de esos ojos, no somos nadie, no contamos. Se nos ve como gente silenciosa, que guarda celosamente sus historias plagadas de secretos, que no tiene personalidad y que acepta lo que le toca vivir sin protestar. Esta descripción se confirma si se observa la tolerancia y la tranquilidad con que los santiaguinos aceptan las penurias que les impone día a día la movilización. Esta imagen de los chilenos no suma cuando hay que hablar bien del país; más bien resta, si se quiere sobresalir en el mundo global.


La cara agresiva se puede ejemplificar con episodios recientes, los que han tenido rasgos muy propios. Me refiero a los casos Piñera, Frei y FASA. Lo distinto en estas ocasiones es que nos encontramos con que quienes alzaron su voz fueron personas claramente identificables, comunes y corrientes y, por añadidura, mujeres. Estamos acostumbrados a situaciones muy diferentes: a manifestaciones violentas de personas que se esconden en la multitud para luego aparecer encapuchadas; a que quienes hablan fuerte sean hombres o quienes tienen algún tipo de poder que les permite sentirse seguros.


Es difícil saber si el reclamo a FASA va a terminar en conformismo y en un “aquí no ha pasado nada”, como sucedió con el Transantiago. Pero mejor sería saber si el conformismo ayuda a una sociedad pobre, como creemos que es la nuestra, o la hace perder toda su fuerza; si alternar pasividad con agresividad es parte de la sabiduría nacional o es un punto de inflexión en un proceso que todavía no sabemos con claridad hacia dónde va.


Tenemos que ir mucho más lejos en nuestras reflexiones, ser más abiertos para entender a nuestra sociedad y no generar imágenes que la desfiguran. No es fácil decir si podemos hablar de cambio, pero para avanzar como país sería bueno prestarle la debida atención. Debiéramos evitar las caricaturas. Ellas impiden que el progreso se sustente en una visión de conjunto, con la riqueza de su diversidad expresada en un norte común. Para ello tendríamos que saber quiénes somos, acogernos, apoyarnos en nuestras mutuas expresiones, valorar lo que cada uno es.


Sólo así seremos parte de esa cultura que valora lo humano y tendremos mayor relevancia en un mundo que busca integrarse.


Un monopolio “regalón”,

 por Alejandro Ferreiro.

Han estado de moda las remuneraciones de los servidores públicos. La prensa ha publicado las rentas brutas que perciben los altos cargos de la administración y de las empresas públicas. Al parecer, las mayores corresponderían a quienes dirigen Codelco y TVN. Pero los datos son incompletos. Existen otros funcionarios que cumplen tareas reguladas por ley cuyos ingresos superan largamente los que hemos visto publicados recientemente, pero que no son cubiertos por la obligación de transparencia de la nueva ley. Son, sin embargo, ministros de fe que cumplen una función legal esencial en el registro y transferencia de la propiedad raíz, entre otras funciones que resultan ineludibles para personas y empresas. Gozan, además, de un monopolio legal en el territorio asignado. Se trata de los conservadores de bienes raíces, quienes cobran por sus servicios de acuerdo con el arancel máximo que fija un decreto del Ministerio de Justicia, previo informe de la Corte Suprema. El decreto vigente data de 1998.


Algunos dirán que son ya muchos los años sin que experimenten reajuste los valores nominales que pueden cobrar los conservadores por las copias e inscripciones que realizan. Pero ese dato, siendo cierto, es engañoso. Los aumentos de productividad que permiten las nuevas tecnologías de información han permitido bajar sustancialmente los costos de un servicio que en tiempos pasados requería básicamente de gestiones manuales sobre archivos físicos. Además, el crecimiento de la actividad económica ha multiplicado significativamente el número de actuaciones por las que cobran los conservadores. En el decreto arancelario vigente no se hace mención a ninguna fórmula, estudio o cálculo económico equivalente al que se usa para fijar las tarifas de los servicios brindados en condición de monopolio natural. No se utilizan —o al menos no se explicitan ni conocen— proyecciones de demanda futura, ni se fijan los valores por cada servicio de modo que multiplicados por la demanda esperada den origen a una utilidad razonable en relación con el capital invertido y el riesgo de la actividad (casi nulo por cierto). Más aún, a los conservadores de ciudades o comunas muy distintas se aplican, en general, los mismos aranceles, aunque la demanda y las economías de escala difieran sustancialmente. Por ello, habrá plazas mucho más apetecidas que otras. En aquellas, por cierto, y dados los menores costos unitarios, el arancel pagado resultará excesivo para el usuario y generará rentas excesivas para el afortunado conservador.


Confieso que me llama la atención la perpetuación de una situación tan anómala en la que un tipo de monopolio legal se sustrae, sin razón aparente, al tipo de regulación que busca proteger a los consumidores. Es cierto que el decreto aplicable fija máximos, pero ellos no responden al objetivo de simular los ingresos que se obtendrían en situaciones de hipotética competencia, que es precisamente lo que busca el modelo de regulación tarifaria basada en la empresa eficiente que se emplea para regular tarifas de servicios esenciales brindados por monopolios. Tampoco se utiliza la forma de competir “por” el monopolio, mediante una licitación pública que se adjudique a quien, previo cumplimiento de los requisitos técnicos y de idoneidad necesarios, ofrezca cobrar las menores tarifas por sus servicios. Este sistema es el que usamos, por ejemplo, para adjudicar concesiones de obra pública o para el administrador del seguro de cesantía. Incluso el proyecto de ley que el gobierno envió hace un año al Congreso para reformar integralmente la regulación de notarios y conservadores (paralizado en la Cámara desde entonces) contempla una licitación del cargo de conservador que, sin embargo, no considera hacer competir a los postulantes en función de la tarifa más baja. Se propone, a cambio, mantener el modelo de decreto tarifario, esta vez con firma de los ministerios de Justicia y Hacienda, pero nada se dice acerca de los criterios o modelos para definir los aranceles máximos.


En las últimas décadas, el sector privado ha asumido muchas tareas que antaño se consideraron propias de la gestión directa del Estado. Cuando ello ha supuesto la privatización de monopolios naturales —agua, electricidad, telefonía, etc.— el Estado ha buscado una regulación tarifaria que busca combinar el estímulo a la eficiencia, la protección de los consumidores y una remuneración apropiada para el inversionista. Pero nada de ello ocurre respecto de estos monopolios legales nacidos en el marco del sistema registral ideado por Andrés Bello en el Código Civil. Un siglo y medio después bien podríamos atrevernos a esa corrección tan postergada. De otra manera, resulta difícil justificar que una función esencialmente pública, monopólica y legalmente regulada se desempeñe por privados bajo un sistema de fijación tarifaria que da la espalda a todo lo que hemos aprendido en décadas acerca de cómo se fijan tarifas a los monopolios


El insulto a los telespectadores,

 por Juan Carlos Altamirano.

Tan irritante como el abuso de las farmacias, es cuando algunos canales de televisión realizan cambios imprevistos, como levantar un partido de fútbol a miles de fanáticos, cambiar los horarios abruptamente o lanzar sin previo aviso una serie esperada. Por cierto, la gente continuará comprando remedios y viendo televisión, no queda otra; sin embargo, lo hará con resentimiento y desprecio. Me pregunto: ¿qué cercanía y credibilidad puede provocar una marca que juega con el horario de los clientes, o no cumple con las expectativas que promete a través de las promociones? Lo paradójico es que los canales que realizan esta práctica lo hacen pretendiendo remontar la audiencia que han perdido. Esto significa pan para hoy y hambre para mañana.


A mi parecer, se esconde un problema de fondo tras la estrategia de “sorprender” al público “flexibilizando” la programación; vale decir, cambiándola en forma arbitraria. Efectivamente, al público de cine y televisión le encanta ser sorprendido. El uso de la sorpresa, al igual que el suspenso, son dos formas efectivas para provocar placer y entretención. Sin embargo, uno espera que estos ingredientes estén dentro de los programas: un reportaje sorprende cuando tiene investigación periodística que revela una información encubierta o entrega una primicia. Un programa dramático, como las telenovelas, es flexible y sorprende cuando no se reiteran las mismas tramas, personajes y estilos. Se produce sorpresa cuando se tiene la flexibilidad para renovar rostros. Hay flexibilidad cuando se introducen contenidos innovadores; cuando no se repiten los programas hasta la saciedad, y cuando la renovación al interior de los programas no son simples maquillajes.


Desgraciadamente, salvo excepciones, no es lo que vemos actualmente en los programas mismos, por lo cual a estos canales no les queda otra alternativa que recurrir a los cambios abruptos de programación y horarios para supuestamente mejorar ratings. Por cierto, a veces es imprescindible hacer cambios programáticos: cuando un programa queda mal ubicado en “la parrilla” o, bien, cuando fracasa. Son correcciones que normalmente se trata de evitar.


Otra razón por la cual los canales asumen esta estrategia “desesperada” es que han perdido afinidad con los telespectadores, y desconocen los enormes cambios que ha experimentado la cultura mediática. Desde hace tiempo tenemos un sistema de multicanales, en que el mercado se ha segmentado enormemente, con diferentes tipos de telespectadores, cada cual con sus propios hábitos, gustos e intereses. A su vez, los medios digitales permiten que las personas se expresen, interactúen con los contenidos, tengan espacios de participación. Se acabó el público pasivo, inerte a los mensajes. La “cultura de masas” hace tiempo se fragmentó, abriendo espacios a la diversidad y celebrando la individualidad. En definitiva, hemos entrado en la era de la comunicación personalizada: cada persona desea tener el poder para escoger por sí misma qué ver, cuándo y dónde.


Como consecuencia, los contenidos realizados para “el gusto masivo” están en franca decadencia.


 Esto ha obligado a la televisión abierta de los países avanzados a implementar estrategias de programación mucho más sofisticadas. Estas buscan establecer afinidad con el público, reconociendo su heterogeneidad social, cultural, de sexo y edad. La afinidad se establece en tanto los programas tratan a su público como personas inteligentes y sensibles. Existe afinidad cuando los canales asumen que, detrás de los números del rating, hay personas de carne y hueso que juzgan y critican; cuando se constituye una relación de complicidad con el telespectador, amigable, basada en la confianza y el respeto mutuo; cuando la comunicación es clara, directa y sincera.


Por el contrario, en la lucha por derrotar a la competencia, algunos canales en Chile terminan ignorando la sensibilidad de los telespectadores. En esta contienda de vanidades, parecen olvidar que ya pasaron los años en que los programadores y realizadores podían darse el lujo de manipular a la audiencia con el people meter, e imponer sus propios intereses, sin sufrir consecuencias.


Lamento decirlo: la estrategia de cambiar los horarios y programas en forma imprevista, buscando sacar una ventaja en el rating, deja la misma impresión de aquellas películas que recurren al sexo barato y a la violencia innecesaria, para esconder la falta de creatividad e innovación. Así de simple.

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