Guerra al desempleo.
Por Juan Andrés Fontaine.
Confirmado: la tormenta financiera internacional está causando en Chile destrozos de consideración. La preocupación central ha de ser el incipiente incremento del desempleo. El gobierno puede y debe hacer más por controlar ese duro flagelo económico y social.
Las cifras oficiales revelan que en los últimos meses del año pasado la economía nacional fue impactada por la crisis externa con sorprendente virulencia. Cayó nuestro producto en el cuarto trimestre un 2,1% respecto al período inmediatamente anterior, una vez descontado el factor estacional. Esa disminución es más aguda que la sufrida en EE.UU. o Europa, de 1,6% y 1,5%, respectivamente, que es donde la crisis nació. También es peor que la experimentada por varios países latinoamericanos. Los datos de enero confirman que la contracción productiva prosigue, aunque no permiten todavía discernir si ella está atenuándose o no.
Es cierto que la nuestra es una economía estrechamente integrada al mundo, de modo que no podía sino afectarse por la abrupta caída observada en el comercio exterior y en los mercados financieros. Pero no es menos cierto que nuestros precios de exportación —partiendo por el cobre—, aunque inferiores a los de los últimos años de bonanza, son todavía convenientes en comparación a su promedio histórico.
Además, a diferencia de crisis anteriores, esta vez mantenemos abierto el acceso al financiamiento externo de corto y largo plazo, en condiciones que, gracias a la abrupta caída de los intereses en Estados Unidos y Europa, todavía resultan atractivas. Por otra parte, la fortaleza de nuestras instituciones económicas, la solidez de bancos y empresas, la solvencia del Fisco y la flexibilidad de nuestros mercados sugerían que debíamos resistir mejor los embates de la crisis internacional.
¿Qué ocurrió entonces? Por años nos dejamos estar en materia de reformas en pro del crecimiento y alegremente nos dejamos llevar por la bonanza mundial del cobre. Ahora que la economía global entra en inédita contracción, se derrumban las expectativas de los consumidores y los empresarios. La detención del consumo, la inversión y la producción es una natural reacción inicial al vendaval de malas noticias. Las expectativas son veleidosas y pueden recuperarse pronto, pero hay un riesgo que el pesimismo se torne profecía auto cumplida: que la contracción de la demanda dé lugar luego a la recesión y al desempleo masivo.
El riesgo de desempleo masivo es ya visible en las estadísticas de fines del año pasado. Hasta agosto pasado, la economía chilena venía creando en términos netos 20.000 plazas de trabajo al mes, hecha la corrección estacional pertinente. Desde entonces, el empleo viene cayendo y anota sólo en diciembre pasado una pérdida neta de 66.000 ocupaciones. Mientras tanto, la tasa de desempleo ha subido a 8% de la fuerza de trabajo y está mostrando un comportamiento inquietantemente similar al que se exhibió diez años atrás, durante la recesión con la que concluyó su mandato el ex Presidente Eduardo Frei. Entonces, la desocupación abierta subió hasta 12% de la fuerza de trabajo, afectando a 700 mil trabajadores, sin considerar quienes debieron recurrir a empleos fiscales de emergencia.
Nuestro mercado laboral no funciona bien en tiempos de recesión. Tenemos un sistema dual, que sobre protege a los trabajadores con contrato laboral indefinido y deja en la indefensión al 45% de la fuerza de trabajo que, o bien se emplea en ocupaciones temporales, o labora por cuenta propia. Las rigideces del segmento protegido han hipertrofiado al desprotegido. Cuando cae la actividad económica y las empresas deben ahorrar costos, la inflexibilidad en los salarios y jornadas termina haciendo recaer el ajuste en el despido de algunos trabajadores de planta y en el cese generalizado de las contrataciones temporales. El desempleo sube abruptamente y se prolonga por meses, porque nuestro mercado laboral carece de la flexibilidad necesaria para recolocar a los cesantes en nuevas ocupaciones.
Las políticas públicas pueden hacer mucho para evitar o aminorar la dolorosa lacra social del desempleo masivo. Desde luego, hay que resistir la tentación política de introducir nuevas regulaciones laborales que, por fortalecer la posición negociadora de quienes tienen empleo, eleven artificialmente los costos laborales y terminen propiciando los despedidos o inhibiendo las contrataciones. Al contrario, esta puede ser una buena ocasión para, en un clima constructivo y sin demagogia, buscar cómo ampliar la capacidad legal de los empleadores y sus sindicatos para negociar caso a caso una mejor adaptación de los salarios y jornadas a las vicisitudes del mercado.
Mientras tanto, la caída de las expectativas y el frenazo de la demanda exigen acciones urgentes de parte de las autoridades. En lo que va corrido del año, tanto la política fiscal como la política monetaria se han vuelto fuertemente expansivas. La dirección del cambio es oportuna, aunque su extraordinaria intensidad puede dañar la credibilidad de nuestra conducción macroeconómica y crearnos complicaciones a futuro.
En el terreno fiscal, específicamente, el gobierno debe evitar seguir aumentando el ya muy abultado gasto público, que amplía la burocracia, favorece la ineficiencia y crea una dinámica política que resultará más tarde muy difícil de controlar.
En cambio, y en la línea de la propuesta efectuada por el candidato presidencial de la Alianza, Sebastián Piñera, hay amplio campo para, mediante medidas tributarias de alcance estrictamente temporal, librar batalla contra el desempleo. El conjunto de medidas propuestas significaría un costo fiscal de corto plazo equivalente a US$ 1.800 millones, dos tercios del cual sería transitorio y no afectaría el presupuesto estructural del Fisco. Su financiamiento puede ser abordado en el mercado de capitales local, sin consecuencias desestabilizadoras ni sobre los intereses ni sobre el dólar.
Nuestras empresas, en particular las pequeñas y medianas, sufren una pesada carga tributaria. No sólo las tasas de impuestos son elevadas, sino que su sistema de cobro es extraordinariamente exigente con el contribuyente, imponiéndole pagos provisionales en los impuestos a la renta, plazos brevísimos para enterar el IVA y elevadísimos intereses tras cualquier retraso. Dicho sistema se construyó en los años setenta cuando la situación fiscal era muy desmedrada y no existía un mercado de capitales local capaz de solventar sus necesidades de caja. Hoy carece de justificación.
En condiciones de restricción crediticia, los sistemas de pago de los impuestos a la renta y el IVA estrechan innecesariamente la liquidez de las empresas, particularmente las pymes. Ello redunda en menos inversión y empleo. La batería de modificaciones tributarias propuestas, que incluyen ampliación de plazos de pago y créditos tributarios a la inversión y el empleo, permitirían a las empresas medianas y pequeñas, que han de ser la primera línea de fuego en la guerra contra el desempleo, dar la lucha.