Desde cierto punto de vista, el cambio de énfasis señalado es bueno. Podemos, en septiembre, pensar sólo sobre la patria —su pasado, actualidad y destino— y no sobre el candidato X ó Y o el “presidente electo” tal o cual.
Pero tampoco es bueno olvidar los septiembres del siglo XX, pues ellos desembocaron en el crucial 1973, éste en 1990, y 1990 en la realidad y problemas que vivimos.
1. Todas las elecciones presidenciales 1946/1970 tuvieron como fondo una crisis nacional, muy profunda, que se manifestó durante la primera presidencia del período, la de Gabriel González Videla (1946/1952). Los aspectos básicos de la crisis fueron los que siguen:
A) Se rompió, para no rehabilitarse más, la combinación de centroizquierda, cuyo eje imprescindible era el Partido Radical, y que había dado al país estabilidad política y progreso económico/social (con los lunares de cualquier creación humana) desde 1938. Esta combinación había sido de mayoría absoluta en votos, parlamentarios y fuerzas sociales.
Recordemos que la ruptura de la centroizquierda se debió a otra, definitiva: la que separó al Presidente González del Partido Comunista. De las máximas alturas de la amistad y del poder, lo arrojó a la proscripción absoluta de la Ley de Defensa de la Democracia, que duraría diez años (1948/1958). El partido respondió de manera revolucionaria y no tuvo éxito. El resto de la izquierda, muy mayoritariamente, solidarizó con los comunistas.
Nunca más habría una combinación política y de gobierno que pudiese edificar y mantener la mayoría que tuvo la centroizquierda del siglo anterior.
B) El sistema político había caído en un hondo desprestigio, asociado a la convicción pública —justa o injusta— de que los partidos, que manejaban en exclusividad ese sistema, hacían ineficaz la acción presidencial (paralizándola), y eran ellos mismos indisciplinados, “peguistas” y corruptos.
C) El régimen económico/social presentaba graves carencias en temas como crecimiento, desigualdad, pobreza, previsión, educación, salud, etc., que el sistema político no parecía capaz de resolver. Especialmente desgastadora de la confianza pública, era la presencia de una alta y pertinaz inflación.
2. Los comicios presidenciales que siguieron al de Gabriel González (1952, 1958, 1964, 1970) fueron sendos intentos de resolver la crisis, cada uno con su particular enfoque de ella y su respectiva “receta” para solucionarla. A saber:
A) La de Carlos Ibáñez del Campo (1952/1958) predicaba una vuelta al pasado: al recuerdo —teñido de nostalgia un tanto irreal— de la presidencia anterior del mismo Ibáñez (1927/1931), autoritaria, apartidista, realizadora, económicamente estable, y honesta y castigadora de la corrupción.
B) La de Jorge Alessandri (1958/1964), independiente de derecha y apoyado por ésta, sostenía (a lo menos de comienzo) que lo necesario en Chile era sólo una administración honesta y eficaz, y libre de demagogia, estilo gerencia de una empresa privada. Su crítica al partidismo político era tan acerba como la ibañista.
C) La de Eduardo Frei (1964/1970) y la Democracia Cristiana. Postulaba un capitalismo de reformas profundas, “estructurales”, cumplidas dentro del régimen democrático. La «Revolución en libertad».
D) La de Salvador Allende (1970/1973). Propiciaba un régimen socialista y marxista/leninista, pero al cual se llegaría —según el Mandatario— respetando el pluralismo ideológico/político, las libertades públicas y la institucionalidad burguesa. La «Vía chilena al socialismo».
Innecesario es recordar que este amplio abanico de soluciones para la crisis de los ’50 fracasó completa y estrepitosamente.
3. Elementos posteriores que cooperaron a la imposibilidad de solucionar la crisis de los ’50 fueron los que siguen:
A) Que las más poderosas fuerzas o combinaciones de fuerzas políticas del período jugaran al “todo o nada” —no admitieran modificaciones o transacciones en su programa—, no obstante carecer de la fuerza política, parlamentaria y social necesaria para imponerlo.
B) Que la izquierda en su totalidad, y desde mediados de los años ’60 la mayoría de la Democracia Cristiana, prohijasen sistemas económicos basados en formas de propiedad colectiva de los medios de producción.
C) Que la mayoría de la izquierda y de la Unidad Popular, a contar de los años ’60 y por influjo de la Revolución Cubana, se uniera en un desprecio y rechazo abiertos de la democracia “formal” o tradicional, para auspiciar una democracia “revolucionaria”, cuyo acceso al poder se hiciera mediante la fuerza y en una perspectiva de tiempo indefinida (descartando consecuentemente la eventual “alternancia” que decretasen las urnas).
Todo lo anterior polarizó y paralizó al país de un modo inimaginable para quienes no lo vivimos, y por tanto, inimaginable para todos los jóvenes de hoy. Hasta el extremo de no aceptar los partícipes civiles de la pugna, sino una solución de fuerza. Fuerza que, naturalmente, no ejercería a la postre ninguno de ellos, sino quienes de hecho la tenían. De allí el régimen militar (1973/1990).
Prescindiendo de analizar éste, es el hecho que en 1990 llegó a su fin, por decisión de las propias Fuerzas Armadas expresada diez años antes en la Carta de 1980. Y fue restaurada la democracia, con aproximadamente sus mismos partidos protagonistas de 1973: democratacristianos, derechistas, izquierda socialista y comunista, centroizquierda de diversas raíces, pero de tradición fundamentalmente radical (PRSD y PPD).Y nada más de mayor importancia.
Los chilenos y nuestra actual clase política, ¿qué hemos aprendido, conservado o cambiado de los 4 de septiembre del siglo precedente, de las euforias y desilusiones de la vuelta al ayer (Ibáñez), la “gerencia” de Jorge Alessandri, la Revolución en Libertad y la Vía Chilena al Socialismo? Veamos:
a) Nadie de ningún sector relevante piensa hoy en el colectivismo económico... socialismo centralizado tipo ex Unión Soviética, “gestión por los trabajadores” estilo yugoslavo, “comunitarismo”, etc. El esquema dominante es el de Chicago, que impuso el régimen militar, con pequeñas modificaciones (menores que las establecidas por ese mismo régimen después de la crisis de 1982).
b) Nadie de ningún sector relevante deja hoy de reconocer la positiva importancia REAL de la democracia FORMAL. Aun sus muy minoritarios y empedernidos admiradores chilenos saben que el geriátrico régimen político de Cuba “Revolucionaria” es un anacronismo. La “democracia protegida” de los militares fue desmantelada. Subsiste, sí, el sistema “binominal” en las elecciones, pero NINGUNO de sus enemigos teóricos propone (salvo a sabiendas de que no será escuchado) derogarlo y sustituirlo por el sistema proporcional vigente hasta el ’73.
c) Varios de los grandes problemas del siglo XX subsisten sólo “maquillados”, pero no resueltos... la misma “política” de entonces. Numéricamente, son tantos, si no más, los pobres extremos de hoy que los de 1970. Y la educación continúa siendo espantosa. Más escolares, pero peor instruidos y formados.
d) Nuevos problemas sociales nos agobian en forma creciente y ya de indiscutible alarma. Por ejemplo, el de la despoblación, incluso subrayado por un ex presidente que no hizo en su sexenio nada por frenar su ritmo... y sí mucho por acelerarlo. O el de la maternidad adolescente. O el de la caída a pique del número de matrimonios. Sin hablar de drogas, alcoholismo y delitos juveniles.
Todos estos problemas nuevos inciden sobre los antiguos, agravándolos. Así, está demostrado que los niños de parejas casadas, o por lo menos de padres biológicos estables, aprenden más que los otros. Y que las familias numerosas a mediano plazo escapan mejor de la pobreza. Hay estudios serios y recientes a estos respecto.
Ni el Estado ni la ley, por supuesto, pueden obligar a que la gente se case, ni a que los adolescentes sean castos. Pero pueden y deben proteger y estimular las conductas SOCIALMENTE PROVECHOSAS. Esta, en verdad, es su actividad más útil. Lo malo sería que los actuales conductores del país no considerasen las conductas indicadas (y creo que no las consideran, por desgracia) como socialmente provechosas, sino como neutras... entregadas a la “diversidad” y el “derecho a elegir”, fetiches del progresismo. Si así fuere, según ya ha sucedido en el caso de la despoblación, se acumularán y agudizarán estos nuevos problemas sociales. Y el sistema político, al no resolverlos a tiempo, no podrá hacerlo y entrará en crisis... igual que en los años ’50 del siglo XX.
Justicia constitucional y su papel en democracia
Ángela Vivanco.
La Constitución, como gran pacto social de las democracias contemporáneas, representa la construcción de principios y de grandes reglas comunes que son resultado de un proceso razonado y de un diálogo extenso con la sociedad civil, el cual el Estado hace vinculante para las personas, instituciones o grupos. No es, en consecuencia, la Carta Fundamental el escenario de las oscilaciones momentáneas de las mayorías ni tampoco de soluciones creadas para problemáticas puntuales, aun cuando ha de ser suficientemente permeable a la evolución social y al surgimiento de tendencias y desafíos.
En los países que han optado por darse una justicia constitucional especializada a través de tribunales constitucionales, como Chile, las características antes descritas se vierten hacia la acción de esos organismos, que han de interpretar una constitución imperada por ella misma y que pueden, en el mandato de proteger el orden público establecido por ésta, declarar la inconstitucionalidad de proyectos de ley, de decretos u otras normas, y declarar inaplicables las leyes emanadas del Congreso.
Tal poder —es útil recordarlo— no es autoconferido, sino otorgado por el propio ordenamiento jurídico, que establece, así, una instancia superior de control, correspondiente a un obvio correlato con la supremacía de la Carta sobre toda norma del derecho local. De hecho, Chile ha aumentado sistemáticamente las funciones del TC por reforma constitucional, siendo la de 2005 considerada por todos los sectores como un avance.
Sin embargo, y paradójicamente, la justicia constitucional suele estar sometida a grandes tensiones y críticas derivadas de su calidad de “órgano de cierre del ordenamiento jurídico interno… intérprete supremo y último de la Constitución” (Humberto Nogueira), lo cual se debe no sólo a la amplitud de sus potestades, sino a la posibilidad de inferir en la acción del órgano Ejecutivo y del Legislativo, elegidos popularmente. Tal situación innegable, que es propia de la naturaleza del organismo y que, en consecuencia, no puede ser evitada por éste, lo fuerza a pronunciarse en materias de frontera entre la política y el Derecho, lo cual puede generarle un cierto desequilibrio: evitar pronunciarse sobre el fondo —para mantener una excesiva “deferencia razonada”— o entrar derechamente a temas de otros poderes con sesgo de activismo judicial.
Ante ello se impone al TC la obligación de ser estricto, dejando de lado el temor de resolver sustantivamente el conflicto constitucional, como asimismo le demanda clarificar los efectos de sus sentencias (la extrapolación de sus argumentos, la solución de situaciones previas al fallo) y definir tendencias reconocibles en el tiempo, aun más allá de las reacciones tangenciales que sus fallos puedan suscitar, lo cual es esperable de los tribunales ordinarios y aún más de las cortes constitucionales.
En el caso chileno, convendría agregar como lógica contrapartida una muestra de interés de los poderes públicos en acelerar la dictación de la Ley Orgánica del Tribunal y un esfuerzo en calibrar las relaciones entre las instancias de control (Contraloría, tribunales, Congreso y justicia constitucional), ya que las competencias entregadas a esta última —que ha tenido que “hacerse cargo” de ciertas carencias institucionales o de los disensos sobre contenidos que debe aplicar— no pueden excusarla ni excusarnos del esfuerzo permanente por conectar con ciertas bases esenciales del tejido social que sirvan de apoyo y legitimen la acción del órgano creado precisamente para servirlas, como se ha evidenciado en el notable ejemplo del Tribunal Constitucional alemán.
Cada día la Constitución es interrogada por nuevos actores y confrontada por nuevas materias y casos, todo lo cual exige de la justicia constitucional el constante desafío de desentrañar el sentido y el alcance de la Ley Suprema, de modo de servir a la ciudadanía, pero bajo el prisma del Estado de Derecho y no de la oportunidad o de la complacencia. Una mayor comprensión de esta ardua y a veces ingrata tarea, por nuestra parte, y una fluida comunicación de los sentenciadores sobre sus posturas y argumentos posibilitarán, sin duda, un enriquecimiento de nuestro modelo constitucional y un progreso que será obra conjunta de la comunidad y los jueces.