Todo eso se fue... “verdura de las eras”. También su maravillosa calidez humana, el afecto “personalizado” hacia los alumnos que se le acercaban, y la preocupación positiva ante los problemas innumerables —espirituales, la mayor parte— que los afligían. También el pozo de sabiduría que era su persona. Creemos en la vida eterna, cuando pensamos que una sabiduría así —como la de Mario Góngora, arrollado por una motocicleta al salir de la universidad— no pudo, no puede desaparecer repentina, violenta y totalmente... y para siempre. Pero en lo inmediato... sí, se fue.
¿Qué nos queda, entonces, de Jaime Eyzaguirre?
1. Primero, naturalmente, su obra histórica. Vivíamos a la sombra de los grandes historiógrafos del XIX —Barros Arana, el decisivo—, cuyo árido positivismo y odio generacional contra España y la Iglesia habían hecho de nuestro pasado algo tan minucioso y exacto en el detalle como incomprensible (por falso) en el conjunto. Alberto Edwards, Encina y Eyzaguirre escaparon de ese marco de hierro. Mas el primero no abordó la “Colonia”. Y el río majestuoso de la obra del segundo arrastraba aún algo del esterilizante positivismo decimonónico. Sólo Eyzaguirre creó una Historia de Chile global e inteligible, al reivindicar el papel jugado en ella por la Fe y la Madre Patria. ¿Exagerando un tanto sus bondades? Quizás, pero —también quizás— era necesario para reponer las cosas en su justo centro.
La misteriosa Providencia no quiso que don Jaime concluyera el segundo tomo de su historia general del país, culminando y resumiendo su pensamiento sobre ella.
2. Luego, la belleza del estilo. Oscilaba entre la sequedad (no fomedad) vasca y castellana, y la exuberancia y elocuencia andaluzas. Las últimas nos parecían aquellos años, incluso a sus discípulos, un poco amaneradas, “cursis”. Pero hasta hoy mismo sorprende el eco que en los jóvenes hallan “Hispanoamérica del dolor” o “Fisonomía histórica de Chile”. Sólo los historiadores creen todavía que deben aburrir a sus lectores, y que es pecado grave entretenerlos como Vicuña Mackenna o Encina.
3. Final pero principalmente, su religiosidad católica.
Este es un tema, por supuesto, que sólo los católicos podemos entender en plenitud. Pero sin considerarlo, es imposible acercarse a la personalidad de Jaime Eyzaguirre. No vivía para investigar, escribir ni enseñar (aunque todo esto lo hiciera tan brillantemente), vivía para salvarse y salvar a los demás. Era la causa de que arrastrara tan fenomenalmente a los jóvenes: entre los grandes laicos de su tiempo, sólo él (salvo error u omisión, según se suele decir) les tenía “palabras de vida eterna”. Impresionaba a muchachos creyentes y no creyentes que quisiera para ellos, con tal vehemencia, tan suprema felicidad.
Mucha recogía él mismo de su fe: el gozo con la oración, la misa, los sacramentos, la liturgia, el arte cristiano, la paz interior del monasterio benedictino de Las Condes. Pero también ponía en práctica aspectos no tan “simpáticos” de las creencias católicas. Por ejemplo:
-La pobreza cristiana. Vivió en ella y con ella la vida entera, sin ostentación pero deliberadamente. Lo inspiraba el comentario irónico de León Bloy, la profundidad de cuya obra —menos virulenta que su forma— inspiró la juventud de Eyzaguirre. Bloy había observado que la pobreza era “consejo” y no “precepto” evangélico, según los teólogos, pero que la diferencia entre ambos consistía en que el primero molestaba, y el segundo no tanto. Rechazó don Jaime embajadas y otros cargos honoríficos y de rentas considerables, pero que lo hubieran alejado de la juventud que discretamente evangelizaba.
-La humildad. Sus convicciones, tan fuertes en todo orden de cosas, solían arrastrarlo a la polémica, y ésta al abuso escrito o verbal contra alguien. Inmediatamente le sobrevenían el arrepentimiento y la necesidad de dar excusas al ofendido. Venciendo su orgullo, las daba. En las memorias de Monseñor Fidel Araneda, cuenta éste las disculpas que recibió de Eyzaguirre por un maltrato que le había hecho alrededor de la Academia de la Lengua, de la cual ambos formaban parte. Es un testimonio interesante porque don Fidel, sacerdote, no entendió lo que movía a Eyzaguirre.
-La obediencia a la jerarquía de la Iglesia. Nunca dijo una palabra pública contra ninguna autoridad de la Iglesia, ni contra sus decisiones ni declaraciones, aunque no compartiera éstas ni aquéllas.
El caso más doloroso para él ocurrió en 1940, cuando la Conferencia Episcopal prohibió se enseñara el “milenarismo”... la venida de Jesucristo en gloria y majestad, a gobernar la tierra en el final de los tiempos. Eyzaguirre era intensamente milenarista, y su revista Estudios había publicado artículos favorables a esta doctrina. Jamás volvieron a hacerlo, ni la publicación ni su dueño. Don Jaime silenció de tal modo, aun en privado, lo que pensaba al respecto, que este columnista, por ejemplo —que le fue bastante próximo durante veinte años—, nunca supo si continuaba adhiriendo al milenarismo, que no se hallaba derechamente condenado.
Fue por eso que, cercano el fin de su vida, Jaime Eyzaguirre sufrió tan intensa y dolorosamente por la tempestad que algunos sectores católicos —eclesiásticos incluidos— levantaron contra la encíclica Humanae Vitae, de Pablo VI, sobre uso de anticonceptivos. Dijeron entonces esos sectores que el fiel podía desobedecer la encíclica invocando razones personales de gravedad, y decidiendo “en conciencia” atenerse a éstas y no al documento pontificio. No era nuevo para Eyzaguirre semejante argumento: lo había combatido en Estudios los años ’30 y ’40, cuando otros católicos lo usaban para rechazar aspectos de la doctrina social de la Iglesia derivados de la encíclica Quadragesimo Anno (más débilmente, se utilizaría después, también, en materia de derechos humanos).
El mismo año de su fallecimiento, y a pocas semanas de éste, se alzó Eyzaguirre contra la campaña indicada mediante un artículo —“¿A quién obedecer en la Iglesia?”—, que reafirmaba la sujeción del católico al magisterio de la Iglesia, y mostraba como ésta y aquél no podían subsistir entregados al veredicto de cada conciencia individual. Era una forma del libre examen protestante, respetable pero incompatible con la fe católica. En el fragor de la furiosa polémica que levantó su artículo, murió súbitamente el inolvidable maestro.
Unasur como Estado-partido
Joaquín Fermandois
En las últimas semanas se ha presenciado un inquietante proceso de descalabro en la convivencia y en la frágil institucionalidad de América del Sur. La crisis de Bolivia amenaza con un estallido, en una atmósfera que nos recuerda al Chile de 1972 y 1973. Quizás se apacigüe, aunque ahora sólo tenemos certidumbre de la inseguridad.
Se ha añadido a ella la presencia de Chávez, que aspira a un liderato regional con el fin de determinar no sólo las políticas exteriores de la región hacia EE.UU., sino que pretende también inspirar fórmulas políticas homogéneas a lo largo del continente, siguiendo los lineamientos de su "revolución bolivariana", con mucho ingrediente de teleserie. Premunido de un histrionismo pocas veces alcanzado, que recuerda a la era de los caudillos hispanoamericanos de la primera mitad del siglo XIX, lanza estentóreas bravatas antiestadounidenses, en la estela de la antigua tradición latinoamericana desde el 1900: culpar al imperialismo de todos los males de nuestra América.
Observando su diatriba, este caudillo resulta a veces patético. Un ex oficial, joven combatiente elevado al poder por un tipo de crisis institucional que está caracterizando a América Latina después de la Guerra Fría; con la verborrea, aunque sin la oratoria más articulada de un Castro; allí, de pie, arengando a las masas con ademanes de un matón de La Vega. Es la quintaesencia de su estrategia política, más próxima a Mussolini que a Perón. Las cosas no terminan ahí, ya que esgrime un poder significativo, habiéndose enseñoreado casi completamente de Venezuela, que en Sudamérica posee un poder considerable.
Como en el caso de muchos caudillos, ese poder crece por la audacia y la provocación, y son pocos los que están dispuestos a hacerle frente. A semejanza de la época de la Guerra Fría, se han creado fórmulas dirigidas por émulos en otros países, y quizás no hemos visto todavía el fin de este proceso de expansión. Las antiguas ideas de no intervención y de solidaridad latinoamericana -para no hablar de la "Declaración de Santiago", de la OEA, acerca de la "cláusula democrática"- han quedado hechas trizas. Se crean estados que son a la vez partidos con un proyecto de transformación, cuyo programa -palabras sobre palabras- constituye una completa nebulosa, pasaporte al aventurerismo.
Por cierto, esto apunta a debilidades sustanciales de la historia latinoamericana. Son un síntoma de sus carencias como civilizaciones políticas y como sociedad civil, y constituyen también un obstáculo inexpugnable contra cualquier intento de consolidar un proceso lento y sistemático -como es inevitable- de mejoramiento de las condiciones de la sociedad. De todas maneras, por el camino de Chávez, ningún país, ninguna sociedad humana ha creado las bases de una democracia desarrollada moderna ni ha otorgado a sus habitantes beneficios perdurables en el largo plazo.
Entretanto, seguir el camino de la novel Unasur, antes de que madure -para colmo, quizás liderada por Néstor Kirchner-, indiferente a los compromisos internacionales, es entregar el peso de la influencia al camino de Chávez, que no ha sido el del Chile de la Concertación. Y, como coronación, se arrojan al basurero la OEA, el TIAR y las regulaciones tradicionales con las cuales Chile ha construido sus relaciones vecinales y continentales. Con Chávez y los que lo siguen, habrá que olvidar un basamento de la política chilena, el "respeto a los tratados". Por el contrario, a partir de los resguardos ya asentados, se podrá desarrollar una política de coordinación y cooperación entre los países latinoamericanos.