La peligrosa plaga inflacionaria sigue viva, pero ha comenzado a debilitarse. Las fuertes alzas internacionales de los alimentos y de los combustibles parecen amainar. En el frente interno, el Banco Central ha desplegado su artillería. ¿Habrá, entonces, pasado ya lo peor? Es probable, pero la tarea más ardua de enrielar las expectativas de inflación y evitar un desborde de presiones salariales está recién comenzando, y exigirá más sacrificios. En ello, las políticas fiscal y laboral han de jugar un papel crucial.
Cómo se nos arrancó la inflación ha sido objeto de intenso debate. Para unos, ella ha obedecido enteramente a factores externos, que no pueden ser contrarrestados mediante la política monetaria o fiscal. Otros consideramos que las políticas expansivas aplicadas agravaron su impacto en Chile, y abogamos por un giro restrictivo. Las cuentas nacionales del segundo trimestre hablan claro: mientras la actividad productiva creció a un ritmo levemente superior al 4% real anual, la demanda interna se expandió al 10%. Los datos de julio sugieren que la tendencia de la demanda a crecer por sobre la producción se ha mantenido. Corregido el Imacec por los dos días hábiles adicionales, se confirma un crecimiento de poco más del 4%, mientras las ventas de bienes de consumo suben 9%.
Es a todas luces imprudente encarar las alzas de costos externos con una demanda interna tan acelerada. Es cierto que una sostenida caída del dólar, y el correspondiente aumento de las importaciones, podrían hacerse cargo del exceso de demanda y paliar su efecto sobre el IPC. Pero la drástica intervención del Banco Central en el mercado cambiario puso fin, y por buenas razones, a la tendencia a la apreciación del peso observada hasta unos meses atrás. No es extraño que tras un salto de más de 15% en el tipo de cambio real la inflación se haya acelerado. La única manera segura de combatir tanto a la inflación como a la excesiva apreciación del peso es contener la expansión de la demanda interna.
El Banco Central está haciendo su tarea. Después de descansar desaprensivamente en su buena reputación, ha elevado su tasa de interés en cada una de las últimas cuatro reuniones mensuales. La tasa de política de 8,25% establecida ayer se traducirá en un significativo incremento del costo real del crédito una vez que las expectativas de inflación comiencen a ceder. Mientras tanto, el ritmo de expansión monetaria y crediticia, cuyo potencial inflacionario fue inexplicablemente descuidado, ha comenzado ha descender. Los frenos de la política monetaria están ya accionados, sus engranajes están en operación, y sus efectos se harán sentir más temprano que tarde.
En el camino pueden surgir dificultades. La política monetaria actúa enfriando la demanda y la actividad económica. Su efecto sobre la producción y el empleo puede ser muy duro si las expectativas de inflación no concuerdan con la meta oficial. En su próximo Informe de Política Monetaria, es seguro que el Banco Central reiterará su compromiso de mediano plazo con una inflación en torno al 3%. Pero el mercado comprenderá que habla en serio sólo si lo percibe decidido a mantener en los próximos trimestres muy cortas las riendas monetarias, aun cuando ya entonces sea patente una ingrata desaceleración de la actividad económica.
En las próximas semanas conoceremos también el proyecto de ley de presupuesto para el próximo año. Como ha quedado definitivamente demostrado, el gasto público se expandió al imprudente ritmo del 10% real anual en el primer semestre, contribuyendo al desborde inflacionario. Se ha anunciado que en el segundo semestre el incremento sería menor. Pero las cifras oficiales no incluyen el elevado déficit del Transantiago. El aleccionador fallo del Tribunal Constitucional desbarata el intento gubernamental de escabullir la indudable responsabilidad fiscal que implica un transporte público subsidiado.
Es imperioso que la política presupuestaria se haga cargo de su impacto inflacionario. El gasto fiscal promueve la expansión de la demanda, eleva las expectativas y alimenta las alzas. De acuerdo a los parámetros recientemente dados a conocer, la regla vigente permitiría en 2009 un incremento demasiado alto en el gasto público. La autoridad deberá introducir en ella los ajustes necesarios para evitarlo. Un aumento del gasto semejante al del PIB potencial —algo inferior al 5% real— sería una oportuna contribución al control de la inflación.
Donde las actuales expectativas inflacionarias pueden hacer más daño es en las negociaciones salariales. Los índices de remuneraciones marcan incrementos en doce meses de entre 7 y 9%, según qué indicador se mire. Ello refleja la inconveniente y extendida práctica de la reajustabilidad por IPC pasado. La política laboral debe favorecer los reajustes de acuerdo a la inflación esperada a futuro, que en las condiciones presentes ha de ser significativamente inferior a la pasada. Desde luego, sería ideal compensar a todos los trabajadores por el mayor costo de los alimentos y la energía. Pero ello equivaldría a ofrecer pan para hoy y hambre para mañana. La inflación de segunda vuelta así ocasionada anularía todo beneficio real para los asalariados y dificultaría aun más el restablecimiento de la estabilidad.
Las señales de política laboral no son tranquilizadoras. El alza de más de 10% en el salario mínimo generó un mal precedente. Las próximas negociaciones del reajuste de los empleados públicos serán duras. Los persistentes anuncios de modificaciones en la legislación laboral para fortalecer la mano de los sindicatos son contraindicados. Es explicable que en temporada electoral haya quienes quieran ganar popularidad enarbolando demagógicamente la bandera sindical. Pero seguir ese camino exige atenerse a las consecuencias. A la larga, las alzas artificiales de los costos laborales no las pagan los empresarios sino que los sin trabajo, que ven cerrarse su acceso a buenos empleos. Cuando la economía está sometida a un tratamiento antiinflacionario, ello ocurre con sorprendente rapidez. En 1998, con una cómoda tasa de desempleo de 6%, el mercado laboral parecía capaz de tolerar los fuertes aumentos en los salarios mínimos y fiscales de entonces. Un año más tarde, y luego que el Banco Central, alarmado por el impacto de la crisis asiática y el gasto público, se sintiera en la necesidad de pisar el freno a fondo, el desempleo saltaba al 10%. Vale la pena recordar que la cesantía reinante casi le impide llegar a La Moneda al formidable candidato presidencial oficialista en 1999. Tanto desde la óptica económica como política, avivar hoy peticiones salariales desmedidas es jugar con fuego
Cómo se nos arrancó la inflación ha sido objeto de intenso debate. Para unos, ella ha obedecido enteramente a factores externos, que no pueden ser contrarrestados mediante la política monetaria o fiscal. Otros consideramos que las políticas expansivas aplicadas agravaron su impacto en Chile, y abogamos por un giro restrictivo. Las cuentas nacionales del segundo trimestre hablan claro: mientras la actividad productiva creció a un ritmo levemente superior al 4% real anual, la demanda interna se expandió al 10%. Los datos de julio sugieren que la tendencia de la demanda a crecer por sobre la producción se ha mantenido. Corregido el Imacec por los dos días hábiles adicionales, se confirma un crecimiento de poco más del 4%, mientras las ventas de bienes de consumo suben 9%.
Es a todas luces imprudente encarar las alzas de costos externos con una demanda interna tan acelerada. Es cierto que una sostenida caída del dólar, y el correspondiente aumento de las importaciones, podrían hacerse cargo del exceso de demanda y paliar su efecto sobre el IPC. Pero la drástica intervención del Banco Central en el mercado cambiario puso fin, y por buenas razones, a la tendencia a la apreciación del peso observada hasta unos meses atrás. No es extraño que tras un salto de más de 15% en el tipo de cambio real la inflación se haya acelerado. La única manera segura de combatir tanto a la inflación como a la excesiva apreciación del peso es contener la expansión de la demanda interna.
El Banco Central está haciendo su tarea. Después de descansar desaprensivamente en su buena reputación, ha elevado su tasa de interés en cada una de las últimas cuatro reuniones mensuales. La tasa de política de 8,25% establecida ayer se traducirá en un significativo incremento del costo real del crédito una vez que las expectativas de inflación comiencen a ceder. Mientras tanto, el ritmo de expansión monetaria y crediticia, cuyo potencial inflacionario fue inexplicablemente descuidado, ha comenzado ha descender. Los frenos de la política monetaria están ya accionados, sus engranajes están en operación, y sus efectos se harán sentir más temprano que tarde.
En el camino pueden surgir dificultades. La política monetaria actúa enfriando la demanda y la actividad económica. Su efecto sobre la producción y el empleo puede ser muy duro si las expectativas de inflación no concuerdan con la meta oficial. En su próximo Informe de Política Monetaria, es seguro que el Banco Central reiterará su compromiso de mediano plazo con una inflación en torno al 3%. Pero el mercado comprenderá que habla en serio sólo si lo percibe decidido a mantener en los próximos trimestres muy cortas las riendas monetarias, aun cuando ya entonces sea patente una ingrata desaceleración de la actividad económica.
En las próximas semanas conoceremos también el proyecto de ley de presupuesto para el próximo año. Como ha quedado definitivamente demostrado, el gasto público se expandió al imprudente ritmo del 10% real anual en el primer semestre, contribuyendo al desborde inflacionario. Se ha anunciado que en el segundo semestre el incremento sería menor. Pero las cifras oficiales no incluyen el elevado déficit del Transantiago. El aleccionador fallo del Tribunal Constitucional desbarata el intento gubernamental de escabullir la indudable responsabilidad fiscal que implica un transporte público subsidiado.
Es imperioso que la política presupuestaria se haga cargo de su impacto inflacionario. El gasto fiscal promueve la expansión de la demanda, eleva las expectativas y alimenta las alzas. De acuerdo a los parámetros recientemente dados a conocer, la regla vigente permitiría en 2009 un incremento demasiado alto en el gasto público. La autoridad deberá introducir en ella los ajustes necesarios para evitarlo. Un aumento del gasto semejante al del PIB potencial —algo inferior al 5% real— sería una oportuna contribución al control de la inflación.
Donde las actuales expectativas inflacionarias pueden hacer más daño es en las negociaciones salariales. Los índices de remuneraciones marcan incrementos en doce meses de entre 7 y 9%, según qué indicador se mire. Ello refleja la inconveniente y extendida práctica de la reajustabilidad por IPC pasado. La política laboral debe favorecer los reajustes de acuerdo a la inflación esperada a futuro, que en las condiciones presentes ha de ser significativamente inferior a la pasada. Desde luego, sería ideal compensar a todos los trabajadores por el mayor costo de los alimentos y la energía. Pero ello equivaldría a ofrecer pan para hoy y hambre para mañana. La inflación de segunda vuelta así ocasionada anularía todo beneficio real para los asalariados y dificultaría aun más el restablecimiento de la estabilidad.
Las señales de política laboral no son tranquilizadoras. El alza de más de 10% en el salario mínimo generó un mal precedente. Las próximas negociaciones del reajuste de los empleados públicos serán duras. Los persistentes anuncios de modificaciones en la legislación laboral para fortalecer la mano de los sindicatos son contraindicados. Es explicable que en temporada electoral haya quienes quieran ganar popularidad enarbolando demagógicamente la bandera sindical. Pero seguir ese camino exige atenerse a las consecuencias. A la larga, las alzas artificiales de los costos laborales no las pagan los empresarios sino que los sin trabajo, que ven cerrarse su acceso a buenos empleos. Cuando la economía está sometida a un tratamiento antiinflacionario, ello ocurre con sorprendente rapidez. En 1998, con una cómoda tasa de desempleo de 6%, el mercado laboral parecía capaz de tolerar los fuertes aumentos en los salarios mínimos y fiscales de entonces. Un año más tarde, y luego que el Banco Central, alarmado por el impacto de la crisis asiática y el gasto público, se sintiera en la necesidad de pisar el freno a fondo, el desempleo saltaba al 10%. Vale la pena recordar que la cesantía reinante casi le impide llegar a La Moneda al formidable candidato presidencial oficialista en 1999. Tanto desde la óptica económica como política, avivar hoy peticiones salariales desmedidas es jugar con fuego