En su columna de la semana pasada en La Segunda, mi amigo, el ex canciller Ignacio Walker, señala que la caída en la pobreza de 45,1% en 1986 a 13,7% en 2005 es un hecho “sólido como una roca”. Por supuesto, él se basa en las cifras oficiales. Sin embargo, la realidad es que éste es un dato profundamente cuestionado. Mediciones alternativas usando la misma metodología oficial, pero actualizando la línea de pobreza para aprovechar información más reciente, muestran que la pobreza afectaba al 29% de la población en 2006.
En efecto, el estudio «Cuatro Millones de Pobres: Actualizando la Línea de Pobreza», del suscrito, publicado en la revista Estudios Públicos del CEP y disponible para todos en www.cepchile.cl, desarrolla en detalle esta medición. En el trabajo aludido se utiliza básicamente la misma metodología que emplea Mideplan para calcular la línea de pobreza. Ella fue desarrollada originalmente por la CEPAL, y se basa en estimar el costo de una canasta mínima de alimentación que se contrasta con el ingreso de las personas (incluyendo ingreso autónomo, subsidios monetarios y alquiler imputado a la vivienda propia).
La diferencia —y lo que explica los disímiles resultados— es que el Gobierno insiste en seguir definiendo la canasta con información de la IV Encuesta de Presupuestos Familiares (EPF) elaborada por el INE y que data de 1988. Ello, en circunstancias que desde hace casi una década está disponible la V EPF, de 1996-97, que es la que utiliza el estudio desarrollado por el suscrito (hace poco está incluso disponible la VI EPF, de 2007, en base a la cual se ha actualizado la canasta del IPC). Para pasar de la V EPF al valor de la canasta mínima, el estudio usa el exhaustivo trabajo de la Fundación para la Superación de la Pobreza, ya publicado en Umbrales Sociales 2006. En base a este análisis se llega a determinar que los pobres eran el 29% de la población en 2006, y no 13,7%, como indican las cifras oficiales; y que los indigentes son el 6,2% en vez del 3,2% oficial. Es decir, en nuestro país hay unos cuatro millones quinientos mil pobres, y no poco más de dos millones.
El punto es crucial, pues en el curso de una década se producen cambios profundos en los patrones de consumo: no sólo hay distintos hábitos, sino también es diferente la disponibilidad de productos, de modo tal que algunos que en 1988 pudieron ocupar un lugar primordial en la canasta familiar, hoy por hoy ni siquiera se encuentran en el comercio (sólo por dar un ejemplo anecdótico, el aceite a granel). Así, una canasta elaborada a partir de información obsoleta simplemente no se corresponde con el modo en que las personas satisfacen sus necesidades y, por ende, no refleja la realidad.
El estudio aludido busca establecer con mayor rigurosidad lo que está pasando con la pobreza en nuestro país. Este objetivo va más allá de un mero ejercicio académico. En efecto, hacer aparecer —a partir de información desactualizada— niveles de pobreza inferiores a la realidad tiene lamentables consecuencias prácticas. Por una parte, si creemos que los pobres son sólo el 13,7% de la población, pensaremos estar cerca de resolver este tema y le restaremos prioridad, en circunstancias que la cifra real más que duplica esos números. Pero no es el único inconveniente. Si el diseño de las políticas públicas se focaliza en ese 13,7% que señala el gobierno y no en el 29% que se concluye a partir de los datos más actualizados, vamos a dejar sin atender adecuadamente a muchos pobres.
Entiendo el entusiasmo de mi amigo Ignacio Walker por destacar los logros tras casi dos décadas de gobiernos concertacionistas. Es cierto que en este período ha disminuido la pobreza en Chile, lo que es muy destacable y es mérito del país como un todo. Sin embargo, la reducción de la pobreza es mucho menor que lo que arrojan las cifras oficiales. Para argumentar en este tema debemos partir de información real y actualizada, y no de datos cuya solidez, en lugar de ser la de una roca, se compara más bien con la de aquella arena con que los niños en estos días juegan haciendo castillos en la playa.
Mientras los jóvenes del PPD probablemente recién comenzaban a acostarse después del carrete del viernes; mientras la juventud de la DC quizás se juntaba para discutir aletargadamente sobre su identidad cristiana o secularizadora; mientras la Jota seguramente iniciaba varios operativos en poblaciones para sembrar su ideología del odio, mientras todo eso sucedía.
El sábado pasado, a las 8.30 de la mañana, comenzaban a llegar al Memorial de Jaime Guzmán más de 180 jóvenes para el VII Encuentro, actividad que los congrega siempre en la misma fecha: el tercer sábado de enero, todo el día, con 30 grados a la sombra.
Vinieron de La Serena, Ovalle, Punitaqui, La Ligua, Viña, Valparaíso, Limache, San Antonio, El Quisco, San Bernardo, Calera de Tango, Rancagua, Concepción, Hualpén, Talcahuano, Temuco, Valdivia, Osorno, Puerto Varas, Los Muermos y Chiloé. Acá recibieron a ese centenar de viajeros, más de 80 santiaguinos, habitantes de casi toda la geografía de la capital.
¿Quiénes son estos locatellis y para qué se juntan? Son los jóvenes que participan durante el año en sus ciudades en el Plan de formación de la revista Realidad y de la página Vivachile.org, Plan que cuenta con el apoyo de la Fundación Jaime Guzmán E., bajo la dirección de Miguel Flores. Muchos pertenecen a los Movimientos Gremiales de sus respectivas universidades; otros tantos militan en la juventud de la UDI; un tercer segmento está integrado por esos simples guzmanianos que en la persona del líder asesinado siguen viendo unos ideales, una doctrina, una historia digna de imitar.
Varios son ya importantes dirigentes estudiantiles, después de sus victorias en universidades como la Santa María, la Austral, la de Concepción y la de Chile. Otros, ganaron el cargo de concejal en las recientes elecciones municipales; varios más se preparan para sus candidaturas a diputados. Cada uno en lo suyo.
Trabajaron todo el día, asistiendo a tres exposiciones, las del profesor Carlos Frontaura y las de los diputados José Antonio Kast y Rodrigo Alvarez. Los acosaron a preguntas, de ésas sencillitas: ¿Porqué nuestras cosas tienden a perder la fuerza fundacional? ¿Se está abandonando en nuestro proyecto la relación entre ética y vida pública? ¿Qué podemos esperar de ustedes si vemos que aceptan una candidatura que no nos representa?
Entre medio, se juntaron en tres comisiones para discutir sobre proyectos de servicio y, finalmente, se congregaron hasta pasadas las 18 horas para oír la exposición final del presidente de la UDI, el senador Juan Antonio Coloma.
Cuando caía la tarde, miraron por última vez el Memorial. Vieron a Jaime Guzmán de pie, abrazando a muchos, marcando el rumbo en Chile.
En América Latina, tanto los gobiernos como la sociedad civil tienen una desadaptación frente a los requerimientos del mundo globalizado. Con las tecnologías de la computación se generan mayores grados de libertad individual; las personas ya no dependen de los estados o de grandes corporaciones para obtener información, relacionarse y emprender negocios. Las fronteras físicas se hacen permeables con internet, y vivimos el surgimiento de una gran sociedad civil planetaria.
Pero nuestra región aún requiere un salto cultural, un cambio de mentalidad: reorientar el concepto de paternalismo estatista hacia el de un Estado facilitador. Y poner el énfasis en las personas, fomentando una cultura de responsabilidad individual. Sea en un alto ministerio o en una humilde escuela rural, debe estar presente el amor por el trabajo bien hecho.
En Hispanoamérica, a nivel del Estado, hay muy pocas instituciones respetadas y creíbles. Aunque las nuevas tecnologías permiten una mayor autonomía a las personas, se requieren, sin embargo, estados eficientes, que hagan respetar las reglas del juego. Lo peor son los estados fallidos, donde las leyes e instituciones no se acatan. La sociedad civil necesita el marco de referencia que da un Estado subsidiario. Si no, es el caos.
En nuestra región, en general, las instituciones han sido incapaces de articular un sistema político eficiente. No tienen convocatoria, no tienen credibilidad. Abundan el personalismo y el caudillismo; basta ver a un rico país como Argentina, estancado a pesar de la capacidad enorme de su gente, o a Venezuela dilapidando sus ingresos petroleros.
El mundo actual requiere un Estado facilitador; pero en nuestra América, el Estado es burocrático y obstaculizador, como lo reflejó muy bien el peruano Hernando de Soto en su libro "El otro sendero".
Si la sociedad civil latinoamericana muestra baja productividad, déficit en innovación, mal rendimiento laboral y pobre nivel educacional es porque, comparada con otras regiones emergentes de Europa Oriental y Asia, no invierte adecuadamente sus abundantes recursos en su gente y no amplía los espacios a su sociedad civil. Urge pasar del Estado obstaculizador al Estado facilitador para el emprendimiento.
Para un parlamentario incumbente, nunca hay mejor sistema que el actual, porque es el que siempre lo ha favorecido. Mejor no arriesgar un cambio. Claro que no va a admitir su temor. Lo va a disfrazar con observaciones filosóficas, o esperando que sean sus adversarios los que se opongan a las reformas electorales. Es la táctica que ha usado siempre la Concertación con el sistema binominal.
Son pocos los parlamentarios que quieren cambiarlo, porque les da permanencia en el poder sin tener que competir demasiado. Pero desde 1990, la Concertación ha logrado convencernos que es sólo la Alianza la que se opone a un cambio. La Alianza se ha prestado torpemente a ese juego. No está claro por qué, ya que tal vez le convenga más un sistema uninominal, como el que se usa para elegir a los alcaldes, y que le dio tanto éxito en octubre. En todo caso cada vez que el Gobierno propone reformar el sistema binominal, logra poner a la oposición en jaque, matando varios pájaros de un tiro. La Alianza aparece como la defensora de un remanente del pinochetismo. La extrema izquierda se convence que realmente quieren que tenga representación parlamentaria. Y los gobiernos no corren riesgo alguno, porque la Alianza no se anima a desenmascarar el bluff. Para hacerlo tendría que amenazar con apoyar las reformas propuestas, o mejor, idear reformas propias. Con todo, la Concertación va a estar veinte años en el poder, gracias a haber preservado el sistema binominal, sin la inconveniencia de tener que defenderlo, y a pesar de haber prometido cambiarlo.
El Gobierno ha tratado de poner en jaque a la Alianza también con el tema de la inscripción electoral. Quiso hacerlo dándole urgencia al proyecto de inscripción automática y voto voluntario, porque sabía que la UDI -patéticamente- se oponía a él. Pero al Gobierno le salió el tiro por la culata. Al ver que había un riesgo real de que fuera aprobada la reforma, entraron en rebelión algunos diputados de la Concertación. No todos, claro, pero suficientes. El martes el Gobierno vergonzosamente retiró la urgencia del proyecto, que por tanto no se verá hasta marzo. Como resultado, es muy difícil que esté para las próximas elecciones.
Una de las muchas razones del creciente desprestigio de los políticos es el bochornoso espectáculo que dan cuando se oponen a reformas que fortalecen la democracia, por la misérrima razón de que las ven como un riesgo para su reelección. Es penoso ver a políticos esmerados en evitar una iniciativa que empadrona a millones de nuevos electores, en su mayoría jóvenes. ¿Cómo no les da vergüenza que los elija un colegio electoral cada vez más anciano y pequeño? Uno cuyos miembros están obligados por ley a votar en elecciones parlamentarias de resultado casi siempre conocido, como si estuvieran forzados a ser sus ministros de fe. Dadas las características del sistema binominal, sólo son competitivas las elecciones municipales y las presidenciales. Los gobiernos y parlamentarios que han sido cómplices de esta situación han logrado el objetivo de perpetuarse en el poder. Pero ponen en riesgo nuestra democracia.
En las elecciones de diciembre merecen triunfar los candidatos que confiaron en los jóvenes. Los que estuvieron por la inscripción automática porque no temían su voto, y los que apoyaron el voto voluntario porque, libres de paternalismo, respetaban su libertad. Si no hay reforma a tiempo, merecen triunfar, también, los candidatos que lancen una generosa cruzada, joven por joven, para convencer a cada uno de que se inscriba, sin preguntarle por quién va a votar.