¿A veranear tranquilos?
Por Juan Andrés Fontaine
Por Juan Andrés Fontaine
Las playas atestadas de veraneantes dan una idea equivocada del estado de ánimo nacional. Tras los ritos propios de la temporada, se esconde una tremenda ansiedad. El siempre temido marzo esta vez se anticipa especialmente amargo. Quienes nos aprestamos a iniciar el merecido descanso, ¿podremos acaso abrigar la esperanza de que el 2009 no venga tan malo, después de todo?
No es fácil veranear con tranquilidad mientras caen las bolsas y nos llueven calamitosas cifras económicas. Como ha dicho la Presidenta Bachelet, “la crisis nos está llegando”. Según la cámara del ramo, en diciembre último las ventas del comercio minorista habrían disminuido 9% en términos reales respecto de igual mes del año anterior. Las ventas de automóviles y viviendas se habrían desplomado entre 30% y 40%, tasas similares a las observadas en EE.UU. y otras economías ya declaradas en recesión. En tanto, la Corporación de Bienes de Capital da cuenta de que se han suspendido o postergado proyectos de inversión por el equivalente a 17 mil millones de dólares, 25% del total catastrado. Los despidos suman ya varios miles y las estadísticas de ocupación empiezan a mostrar un alarmante deterioro. Para coronar el pesimismo, se anuncia la paralización a medio construir de esa Torre de Babel que se levanta a orillas del río Mapocho.
Pese a las malas noticias y la profusión de oscuros presagios, hay buenas razones para mirar el futuro sin alarma. El epicentro de la crisis es el mundo desarrollado. Tras una prolongada bonanza y espectacular auge en los valores de los activos, esas economías atraviesan una corrección dolorosa, pero inevitable. De acuerdo a la última estimación del Fondo Monetario Internacional, el Producto Interno Bruto del mundo desarrollado disminuiría en 2%, llevando el crecimiento mundial a sólo 0,5%. Una recesión semejante sufrió el mundo en 1982: fue grave, pero no letal.
Esta previsión puede sonar optimista a la luz del derrumbe en las ventas y la producción observado en los más diversos países —Chile incluido— en los meses finales del año pasado. Pero, la vertical caída parece obedecer al pánico ocasionado por la demolición de Wall Street, que típicamente provoca la paralización temporal de las decisiones de consumo, producción, empleo y crédito. El ajuste ha sido tan abrupto que, aunque la recuperación plena esté todavía muy distante, es probable que la actividad económica mundial inicie pronto algún tímido repunte.
Desde luego, las réplicas financieras pueden no haber terminado todavía. No es posible aún determinar con exactitud la magnitud del forado patrimonial abierto en los balances de los grandes bancos internacionales y el naufragio de cualquiera de ellos podría nuevamente hacer arreciar el pánico. Pero es tranquilizador observar que, de acuerdo al índice más respetado, los precios de las propiedades en las mayores 20 ciudades de Estados Unidos ya han caído 30% en términos reales desde su nivel máximo, y alcanzan un nivel sólo 18% superior al que regía en el año 2000, esto es, antes de que la burbuja inmobiliaria cobrara vida. Una vez que el mercado perciba que la sobrevaluación de los bienes raíces ha sido corregida, estarán dadas las condiciones para que la recuperación comience.
El presidente del Banco Central ha dicho recientemente que la actual es la crisis internacional más severa a que nos haya tocado asistir en nuestra vida adulta. Desde una perspectiva global puede tener razón, pero vista desde Chile, esta tormenta es mucho menos amenazante que la de 1982 y posiblemente que la de 1998. Las perspectivas del mundo emergente, pese al frenazo de los últimos meses, son hoy mejores a los de las anteriores crisis. El Asia emergente, cuya gravitación es hoy mucho mayor que antes, se prevé mantendría un respetable crecimiento de 5,5%. América Latina, aunque lograría un paupérrimo 1%, tendría un desempeño menos desalentador que el de 1982 (cuando cayó 0,7%) y 1999 (creció 0,3%).
Gracias a la demanda esperada de las economías emergentes, las actuales previsiones para el cobre y otros precios de exportación, aunque inferiores a los años recientes, son semejantes a los promedios históricos corregidos por inflación y, desde luego, considerablemente superiores a los de las crisis anteriores. Los términos de intercambio —que miden el poder de compra de nuestros precios de exportación en el exterior— se espera se sitúen en 2009 a un nivel 70% y 50% más elevado que en 1982 y 1998, respectivamente. Las tasas de interés externas —por ejemplo, la tasa LIBOR a 180 días— que hoy es de apenas 1%, ascendía en esos años a 13% y 5%, respectivamente. Es cierto que las primas de riesgo se han elevado y que hoy el crédito externo es más caro y escaso que en el pasado reciente. Pero en 1982 tuvimos que lidiar con el cierre de la afluencia de créditos provocado por la simultánea cesación de pagos de Argentina, Brasil, México y Perú. En 1997-98, los flujos de financiamiento hacia los países emergentes también cesaron súbitamente por la moratoria simultánea de los entonces admirados tigres asiáticos. En comparación con esos dos episodios, este terremoto financiero debería provocar bastante menos destrozos en nuestro barrio.
En cambio, lo que sí puede hacernos mucho daño es el miedo, que es capaz de paralizar y derribar a la actividad económica. Los errores cometidos por las autoridades norteamericanas en la administración de la crisis financiera son la principal causa de su recrudecimiento y propagación. La buena noticia es que, poco a poco, sus políticas se han enfilado en la dirección correcta. Hay esperanzas de que bajo el liderazgo renovado del flamante Presidente Obama y su experimentado equipo, la acción rectificadora logre hacer renacer la confianza.
En Chile, explicablemente, el recuerdo de las traumáticas experiencias de 1982 o 1998 causa horror. Está bien que nos alerten de las dificultades reales de la economía mundial y los riesgos que nos acechan, pero tengamos presente que es en el hemisferio norte, y no en el nuestro, donde hoy es más crudo el invierno económico. Está bien que actuemos con extrema cautela en las decisiones de consumo, inversión, empleo y crédito, pero es insensato ignorar la ventaja de contar con una economía más flexible y con mayor fortaleza patrimonial, tanto en el sector privado como en el público, que la que teníamos en 1982 o en 1998. Gracias a adecuadas políticas macroeconómicas nuestras empresas pueden enfrentar hoy el temporal con dólar más alto y un costo del crédito considerablemente más moderado que entonces.
El gobierno y el Banco Central están administrando medidas para aliviar la restricción crediticia, evitar la contracción de la demanda e impulsar el empleo. Lo hasta ahora anunciado es insuficiente para combatir la cesantía. Pero, cuidado con que una seguidilla de paquetes fiscales termine echando por la borda la responsabilidad fiscal. Nada sería más contraproducente. Con Los Beatles, digamos: “Dear Prudence won’t you come out to play”.