He tenido una gran impresión al encontrar un documento absolutamente desconocido y que describe sin ambages la real actitud de Patricio Aylwin y la Democracia Cristiana ante la Junta de Gobierno, luego de la intervención militar. Se trata del Acta Nr.19 de la Honorable Junta de Gobierno, en la que se documenta la reunión celebrada el 10 de octubre de 1973. En el ítem 6 se define el objetivo: “Se recibe a la dirección del Partido DC, cuyo presidente, señor Aylwin, expone los siguientes aspectos...”. Con ello queda en claro que la iniciativa para la audiencia partió de la Democracia Cristiana.
Ante todo, Aylwin comienza por hacer ver “la participación que tienen los partidos políticos democráticos en la lucha anti-marxista, especialmente el Demócrata Cristiano. Reconocimiento a la actitud de la Junta, pero desacuerdo con algunas medidas, tales como supresión de la autonomía universitaria, disolución de municipalidades, gran cantidad de presos políticos”. Aylwin no puso en cuestión ni la disolución del Parlamento ni la suspensión de la participación de los partidos en la vida pública, pero sí lamenta la intervención en las universidades. La DC controlaba las rectorías de las cuatro más importantes de la época: de Chile, Católica de Chile, Católica de Valparaíso y Austral de Valdivia.
Un momento culminante de la intervención de Patricio Aylwin es el que proclama “la disposición de los democratacristianos a cooperar individualmente a la tarea de la Junta”. Manifiesta además su aprobación de la prohibición de los partidos marxistas y su “interés por que los partidos políticos puedan volver, cuando se normalice la situación, a la faz de la Nación, sin perder terreno ante los partidos marxistas que, lamentablemente, pueden incrementar sus fuerzas en la clandestinidad”. Pero, al mismo tiempo, Aylwin es claro respecto al asunto principal, el que define la legitimidad del poder:
“Interpretación del «pronunciamiento militar» del 11 de septiembre como de legítima defensa, ante la actitud de las fuerzas de Gobierno armadas ilegalmente”. La DC y Aylwin proclaman así la absoluta legitimidad (“autodefensa”) del proceso conducido por las FF.AA., reconociendo la inminencia del autogolpe preparado por los marxistas. Por eso expresa “su interés en que la Junta de Gobierno tenga éxito, ya que es la única forma de que el país reciba los beneficios que se merece”.
Patricio Aylwin anuncia que el PDC ha iniciado un proceso de depuración de sus estructuras y que renuncia a la posibilidad de aumentar sus filas. Comunica a la Junta “la reorganización a que ha sido sometido el partido, y el cierre de inscripciones”. El propósito colaboracionista es tan extremo, que ruega se le informe en caso de que algún militante se atreva a infringir las disposiciones del gobierno militar. “El presidente de la DC finaliza rogando que cualquier cargo fundado que exista en contra de algún personero de ese partido sea puesto en conocimiento de la directiva a fin de aclararlo convenientemente, ya que están conscientes de que existen intereses creados para hacerlos aparecer en actitudes contrarias a la Junta de Gobierno”.
La respuesta de los interlocutores fue terminante. “El Pdte. y cada uno de los miembros de la Junta de Gobierno hacen los alcances del caso a las materias expuestas y señalan la responsabilidad que también tiene la DC en la caótica situación que vive el país y dejan claramente establecidos los verdaderos postulados que los guían, indicándose además que la situación en estos momentos está controlada, pero no absolutamente dominada”.
Con ello, la Junta aludía al problema fundamental de la DC chilena: su carencia de identidad, el caos ideológico que el populismo cristiano había promovido intensamente, su «comunitarismo» cripto-marxista y la movilización confrontacional de las masas campesinas y urbanas, entre los estudiantes y parte del clero, creando objetivamente una situación que sólo el marxismo podía aprovechar. En octubre de 1973, al camaleón democristiano sólo le quedaba otro cambio de color y piel: el colaboracionismo. Años más tarde, cuando el país ya estaba reconstruido, asumió de lleno la administración y los provechos que le otorgaba el poder. Entonces volvió a reinventar su historia. Con ello iniciaba su fase final: la de perderse en los espejismos del laberinto de las componendas y la corrupción. Sin política y sin espíritu.
Hablar de “la gente” no ayuda a conocerla
Margarita María Errázuriz
Margarita María Errázuriz
Se ha instalado entre los chilenos la costumbre de hablar de “la gente”. Usamos esta palabra para decir todo y no decir nada. Con ella hacemos un sinfín de generalizaciones y caricaturas, que en la mayoría de los casos no son más que reiteraciones de frases hechas y lugares comunes que se atribuyen a grupos amplios de individuos. Al hablar de la “gente” metemos en un mismo saco a moros y cristianos. No hacemos referencia a nadie en particular, razón por la cual no se asume ninguna responsabilidad. Pareciera que la afirmación es sustentada por una multitud: si lo dijo “la gente”, basta y sobra, no se requieren más argumentos. Nos presta gran utilidad, la usamos como un buen comodín. Además, es contagiosa y nos aprovechamos de sus ventajas.
Siempre he pensado que estar en sintonía con los demás nos hace sentirnos vivos y nos proyecta a dimensiones amplias y trascendentes, que le dan sentido a la vida. Es natural que proyectemos el amor que sentimos por nuestro país a su gente, y que nos interese saber quiénes somos los chilenos, cuáles son los distintos grupos sociales que conformamos, lo que tenemos en común, lo que nos diferencia, lo que anhelamos. Hay muy buenas razones para querer saber más y mejor sobre las personas con las que convivimos y, también, para preocuparnos de lo que decimos de ellas. Usar la palabra “gente” en estos términos no nos ayuda a conocer a quienes forman parte de nuestra sociedad.
Pero esta costumbre además genera algunos conflictos. Nos induce a encubrir la realidad con estereotipos que resultan ser una gran farsa. Pone ideas que están en el aire, pero que no tienen un real asidero. Es así como, mientras más hablamos de la gente, menos sabemos a quiénes nos referimos. Hemos despojado de todo sentido a una expresión significativa y noble, sinónimo de pueblo y de nación, que normalmente conlleva un fuerte sentido de pertenencia; solemos hablar de “nuestra gente” y de “su gente”.
Ahora bien, me pregunto por los motivos que nos llevan a hablar y generalizar de forma tan simple. Al pensarlo, encuentro tres tipos de personas que tienen buenas razones para abusar de este apelativo:
Los manipuladores. La usan para esconder dudosas intenciones y hacer prevalecer o reforzar una determinada mirada de los hechos. Es el caso de algunos políticos al querer presentarse de candidatos: dicen “la gente me lo pide”.
Los que tantean terreno. Se suele escuchar “la gente dice” como una forma socorrida de evaluar reacciones y no correr riesgos al emitir una opinión.
Los que no se la juegan. Nada mejor para ellos que poder decir lo que quieren, sin aparecer diciéndolo. Total, cero responsabilidad; para qué asumirla, si “la gente lo ha dicho”.
Al poner mi atención en estos tipos de personas, recuerdo una caracterización de los chilenos que hizo un profesor de la Universidad de Harvard en un interesante estudio que cubre varios países. Entre otras cosas, somos apatotados, incapaces de decir lo que pensamos y siempre deseosos de dar en el gusto a los demás. En su síntesis señala que somos preadolescentes. De acuerdo con esta opinión, el mal uso de la palabra “gente” nos retrata y delata.
Ni yo ni ustedes queremos ser preadolescentes. A mi juicio, hoy más que nunca necesitamos conocer la realidad de aquellos con quienes compartimos, y evitar las referencias impersonales si queremos seguir avanzando como país ¡Todo sería muy distinto si cada uno hablara desde sí mismo! Lo más valioso y lo mínimo que podemos aportar a la sociedad es nuestra forma de pensar, siempre que ésta sea genuina; vale decir, personal y profunda, que busque en todo momento alcanzar una justa y precisa comprensión de los hechos y de las personas.
Dicen los orientales que toda crisis es, sobre todo, una oportunidad. Y, en efecto, las crisis enseñan, disciplinan y fortalecen. Pero no siempre. A veces también marean. Y el mareo puede llevar a confusiones graves en diagnósticos y recetas. Afortunadamente, todo parece indicar que entre nosotros ha prevalecido hasta ahora una lucidez responsable para afinar diagnósticos y propuestas eficaces de reactivación económica y protección social frente a la crisis económica global. Si, además, nos hacemos acompañar de esa cualidad política, tan escasa como noble, consistente en colaborar entre adversarios en tiempos de campaña electoral, Chile podrá responder a la altura del desafío durante el duro año que se inicia. La reacción institucional es, hasta ahora, muy promisoria: las medidas anunciadas por la Presidenta y el ministro de Hacienda son pertinentes, oportunas y robustas. Más aún, lo que no es poco en estos tiempos, han concitado apoyo amplio y transversal.
A ellas se suma el anuncio de poner urgencia a la reforma al seguro de cesantía. Sobre esta materia cabe una reflexión adicional en la perspectiva de aprovechar plenamente la oportunidad de revisión legislativa que ahora se abre.
Crisis económicas globales habrá siempre. Y el desempleo será su peor víctima. Así será el 2009, y en las inevitables oleadas de vacas flacas que vengan esporádicamente en el futuro.
La seguridad social surgió para proteger a los trabajadores y sus familias de las contingencias que pueden afectar su capacidad de seguir percibiendo ingresos: vejez, enfermedad, accidentes. Décadas después se agrega, especialmente en Europa, la cesantía. Entre nosotros, sólo nos tomamos en serio el asunto al instituir el seguro de cesantía a comienzos del gobierno del Presidente Lagos. Con todo, pocos dudan que ese seguro ya nos quedó chico. Las coberturas son bajas, en parte porque también lo es el aporte fiscal. Las cotizaciones de empleadores y trabajadores no alcanzan a ofrecer un ingreso que reemplace razonablemente el salario perdido. Esto dista mucho, por ejemplo, de los niveles de protección que ofrece la seguridad social en materia de pensiones, salud, enfermedades profesionales o accidentes del trabajo.
Es cierto, la evidencia internacional muestra que seguros de cesantía generosos se prestan al abuso y se tornan insostenibles. Pero el modelo chileno que combina capitalización individual y aporte fiscal subsidiario mitiga bien ese riesgo. Por lo demás, en épocas de crisis, los abusos escasean y sobran los que pierden su trabajo sin poder recuperarlo con prontitud. Es en esas épocas que el potencial contracíclico de un buen seguro resulta tan útil para favorecer la reactivación de la demanda como para mitigar el costo social. La reforma al seguro de cesantía que hoy debate el Congreso mejora en algo la situación, pero se queda corta. Desoyendo la propuesta mayoritaria de la Comisión de Equidad (Comisión Meller) y atendiendo, en parte, al abierto rechazo de la CUT, la reforma no contempla siquiera la sustitución parcial de las indemnizaciones por años de servicio (IAS) a cambio de una mejoría sustancial del seguro de cesantía.
Las IAS son hijas del tiempo en que no había seguro de cesantía en Chile. Entonces eran el principal, sino exclusivo, ingreso del trabajador despedido. Ese era su fin, y para eso eran un medio. Las IAS, sin embargo, han pasado a ser para algunos un fin en sí mismo, intransable y sacrosanto. En su momento fueron una conquista sindical importante... pero ese simbolismo no altera su condición de simple medio para cumplir un fin que, hoy, puede cumplirse mejor mediante un seguro de cesantía fuerte.
Las IAS, desde luego, tienen costos altos: no sólo para las empresas que deben pagarlas precisamente cuando peor es su situación (nada menos contracíclico que esto), sino también para los trabajadores. Los más jóvenes —y no necesariamente los menos productivos— suelen ser los primeros en ser despedidos, porque su menor antigüedad hace más “barato” el despido. Muchos trabajadores rechazan cambiarse a empleos mejor remunerados con otro empleador por temor a perder los “años de servicio”. ¡Nada trunca más la movilidad ascendente en el empleo que la inhibición de buscar mejores alternativas! Como resultado, el empleador puede permitirse pagar sueldos menores a la productividad de sus trabajadores antiguos y relativamente “cautivos”. Ni hablar de los conflictos y litigios laborales asociados a la aplicación de las causales invocadas para poner fin al contrato y su efecto en la obligación de pagar indemnizaciones.
Estas son algunas de las distorsiones derivadas de tratar un tema propio de la seguridad social —el reemplazo de ingresos en caso de cesantía— con un instrumento propio de la relación bilateral propia del contrato de trabajo. Si reconocemos que la cesantía es y será una de las principales y recurrentes contingencias sociales que afectarán a los trabajadores, debemos tratarla plenamente en la sede de la seguridad social. Ello requiere seguros sociales con cobertura suficiente y diseños inteligentes, financieramente sustentables. También requiere revisar sin prejuicios ni dogmas las IAS, al menos respecto de los nuevos contratos de trabajo. No es bueno enamorarse de los medios o instrumentos y menos cuando muestran múltiples fallas. Lo que aquí importa es cómo lograr la mejor protección social frente a la cesantía. Y para esa búsqueda, tan importante para el futuro económico y social de Chile, no nos podemos permitir un debate encadenado a tabúes o a confusiones entre medios y fines.