Como es bien sabido, la opinión mundial (y nacional) predominante rara vez se funda en la verdad de los hechos. Aquélla proclama ahora el triunfo de Obama como un testimonio de tolerancia racial, cuando ha sido todo lo contrario, es decir, un veredicto emanado de un claro racismo electoral. Tanto, que el 98 por ciento del voto negro fue para el candidato de color, quien también obtuvo el 67 por ciento del voto "hispánico" (o sea, de los nuestros, que no somos ni blancos ni negros, sino "bronceados", como dice Berlusconi). Y entre los blancos ganó lejos, a su turno, el candidato blanco, McCain, que obtuvo el 55 por ciento, contra el 43 por ciento de Obama. El resto, hasta completar el ciento por ciento, fue para otros candidatos blancos ("El Mercurio", 09.11.08, A-9). Cada raza eligió a su raza. ¿Cómo se llama eso? Racismo. Si no hubiera racismo, el porcentaje sería similar en todas las razas. Los más racistas son los negros, y los blancos lo son menos que los demás.
En EE.UU., alrededor del 10 por ciento de la población es afroamericana, cerca del 13 por ciento es "hispánica", y más de las tres cuartas partes son blancas. Es decir, las cifras indican que allá triunfó el candidato preferido por las minorías y no el preferido por la corriente dominante. Es como si acá triunfara uno de derecha (hasta el momento no hay ninguno), con el 98 por ciento del "voto duro" (los que seguimos siendo del "Sí"), el 67 por ciento del "voto blando" (la que se autodenomina "centroderecha"), más una minoría de la gente que hasta ahora ha votado por la Concertación, pero está aburrida de la corrupción en el Gobierno y del fracaso socialista en el transporte, la locomoción, los hospitales estatales, las escuelas públicas, el empleo y el combate a la delincuencia, y quiere un cambio.
Por tanto, el triunfo de Obama nos podría dar esperanzas a los de la minoría. A la que en Chile defiende las libertades personales contra la burocracia estatal omnipotente y omnipresente, y promueve un conjunto de virtudes morales, de las cuales se ha estado haciendo tabula rasa en los últimos dos decenios. Además, esa minoría es la única capaz de consagrar una genuina reconciliación, rescatando la verdad histórica acerca del gobierno militar, hoy tan deformada y falsificada, sindicando claramente a quienes se proponían destruir la democracia en Chile, y poniéndolos a todos de acuerdo en olvidar (amnistiar) sus pecados. Porque cuando se perdona a unos y se castiga a los otros, nunca se alcanza una verdadera reconciliación.
Pero hoy acá no tenemos un candidato de derecha. Dentro de ella la mayoría llama a "cerrar filas" tras el aspirante que, declarando no ser de derecha y viniendo del "No", encabeza las encuestas. Entonces, "si no puedes con las encuestas, únete a ellas". Es por eso que en otras ocasiones he escrito que la derecha chilena está clínicamente muerta. Atemorizada y arrinconada, se pliega al mal menor. Su candidato predilecto tiene que ser lo más parecido al adversario que se pueda encontrar.
El domingo asistí a la inauguración del monumento a un genuino líder de derecha, asesinado por la izquierda. Como no veía su efigie en ninguna parte del monumento, pregunté a qué se debía eso, porque no me satisfizo la interpretativa versión oficial de que "al homenajeado no le habría gustado". La mayoría de las explicaciones coincidió en que la verdadera razón era el temor a que la estatua fuera volada con un bombazo izquierdista. De los mismos que fundaron la violencia política en Chile. Pregúntese usted dónde están hoy.
Creo que la ausencia de una efigie de Jaime Guzmán en el monumento a Jaime Guzmán dice más que mil palabras.
Hoy era -90 años atrás- el primer día de la paz, o al menos, del armisticio. Doce de noviembre de 1918: millones de europeos y estadounidenses podían, por fin, mirar hacia adelante y salir de las trincheras sin ser ametrallados.
Las trincheras fueron, durante cuatro años y medio, el ámbito de la vida (y hasta gran poesía se escribió en ellas) pero, sobre todo, fueron el repugnante hoyo en que las ratas y la sangre se hicieron mazamorra mortal.
Quizás por eso mismo la palabra trinchera quedó vinculada a la agresividad, a la muerte, a la carencia de sentido, porque -no se olvide nunca- distaban unas de otras sólo unas decenas de metros y, por hacerlas avanzar esos pocos pasos, murieron cientos de miles, millones.
Periodismo de trinchera, políticos de trinchera, personas atrincheradas en sus instituciones: todas esas expresiones y otras similares, pasaron a ser peyorativas, descalificatorias. Nadie quería estar en una trinchera.
Pero los combates continuaron todo el siglo, y hasta hoy, sin tregua. Se ha luchado en la educación y en la historia, se ha combatido en la economía y en la moral, se han enfrentado posiciones en la familia y en el derecho; y en casi todo lo demás.
Los que han descalificado a los atrincherados, ciertamente han asumido otras posiciones de combate; han sido francotiradores o artilleros pesados, pero siempre han apuntado a dos objetivos fundamentales: primero, denunciar a los atrincherados y conseguir así su rendición y, segundo, hacer explotar los reductos de los que han perseverado en la defensa de sus posiciones.
Así fueron siendo demolidas las tradiciones y las costumbres, la decencia y el sentido común, las espiritualidades y las formas estéticas, la seguridad y las confianzas. Nada de raro tiene que en ese clima surgieran el miedo y la angustia y que muchos, no simbólica sino realmente, levantaran nuevas alambradas -muchas ahora con cerco eléctrico- para protegerse de los males que los acechaban.
Pero eso no sirve. Las alambradas no disuaden ya al invasor, que dispara con tutti. Sólo una nueva línea de trincheras, formada por valientes que estén dispuestos a defender posiciones y, cuando sea del caso, a salir en descubierta al debate y a la discusión, a la confrontación electoral y al concurso por las cátedras, al artículo de prensa y a la entrevista de TV, podrá detener la ofensiva rival.
Pocos son los decididos; muchos parecen haberse dormido por efectos del gas mostaza. Pero aún hay heroísmo, ciudadanos.
Las trincheras fueron, durante cuatro años y medio, el ámbito de la vida (y hasta gran poesía se escribió en ellas) pero, sobre todo, fueron el repugnante hoyo en que las ratas y la sangre se hicieron mazamorra mortal.
Quizás por eso mismo la palabra trinchera quedó vinculada a la agresividad, a la muerte, a la carencia de sentido, porque -no se olvide nunca- distaban unas de otras sólo unas decenas de metros y, por hacerlas avanzar esos pocos pasos, murieron cientos de miles, millones.
Periodismo de trinchera, políticos de trinchera, personas atrincheradas en sus instituciones: todas esas expresiones y otras similares, pasaron a ser peyorativas, descalificatorias. Nadie quería estar en una trinchera.
Pero los combates continuaron todo el siglo, y hasta hoy, sin tregua. Se ha luchado en la educación y en la historia, se ha combatido en la economía y en la moral, se han enfrentado posiciones en la familia y en el derecho; y en casi todo lo demás.
Los que han descalificado a los atrincherados, ciertamente han asumido otras posiciones de combate; han sido francotiradores o artilleros pesados, pero siempre han apuntado a dos objetivos fundamentales: primero, denunciar a los atrincherados y conseguir así su rendición y, segundo, hacer explotar los reductos de los que han perseverado en la defensa de sus posiciones.
Así fueron siendo demolidas las tradiciones y las costumbres, la decencia y el sentido común, las espiritualidades y las formas estéticas, la seguridad y las confianzas. Nada de raro tiene que en ese clima surgieran el miedo y la angustia y que muchos, no simbólica sino realmente, levantaran nuevas alambradas -muchas ahora con cerco eléctrico- para protegerse de los males que los acechaban.
Pero eso no sirve. Las alambradas no disuaden ya al invasor, que dispara con tutti. Sólo una nueva línea de trincheras, formada por valientes que estén dispuestos a defender posiciones y, cuando sea del caso, a salir en descubierta al debate y a la discusión, a la confrontación electoral y al concurso por las cátedras, al artículo de prensa y a la entrevista de TV, podrá detener la ofensiva rival.
Pocos son los decididos; muchos parecen haberse dormido por efectos del gas mostaza. Pero aún hay heroísmo, ciudadanos.