Podrán llamar justas a las reivindicaciones salariales de la ANEF, podrán explicarlas por la pérdida del poder adquisitivo (generado bajo su propio gobierno, por cierto), pero mientras no den con las causas más profundas del deterioro de la administración estatal, no habrán puesto remedios eficaces.
GONZALO ROJAS SÁNCHEZ
Justo cuando los mercados financieros colapsaban y el Estado parecía recuperar su prestigio y mejorar su oferta como proveedor de regulaciones y controles, los 400 mil funcionarios del sector público -el Estado en dos patas- se han puesto en contra del Estado Gran Mecenas.
No ha sido la lucha de un poder estatal contra otro, sino simplemente los funcionarios a pie los que se han enfrentado a la imagen ideal del Estado y a sus máximos jefes visibles.
Fue cuando los socialistas gubernamentales comenzaban a sonreír que su alegría devino en mueca y se transformó en un rictus del 14,5%.
Podrán llamar justas a las reivindicaciones salariales de la ANEF, podrán explicarlas por la pérdida del poder adquisitivo (generado bajo su propio gobierno, por cierto), pero mientras no den con las causas más profundas del deterioro de la administración estatal, no habrán puesto remedios eficaces. Y vendrán a futuro nuevas negociaciones y nuevas movilizaciones.
¿Qué explica de verdad esta protesta amarga de quienes por definición están destinados a lo contrario, a la colaboración amable?
Por una parte, una devastadora prédica de los derechos. Ha sido esa majadera y unilateral cantinela la que ha arrasado con la noción de deber y, de paso, con el afán de servicio. Porque, ¿puede haber algo más obvio que afirmar que el deber de los funcionarios públicos es servir? Muchas funciones sociales están marcadas por el sentido del servicio, pero llevan adjuntas otras legítimas aspiraciones: servir y lucrar (la empresa), servir y crear (la investigación y las artes), servir y formar (la educación).
Pero hay una que es servicio puro, puro servicio: la administración, las oficinas públicas, el Estado. Ése es su deber.
En segundo lugar, la extensión de la corrupción ha minado toda confianza posible de los subordinados en los mandos medios, de éstos en sus jefes, y de los capitostes superiores en su propia capacidad de permanecer limpios. Con tantos ejemplos de pillos enriquecidos y aún no descubiertos, el que no roba -piensan- se pasa de nerd.
Finalmente, la administración pública se ha deteriorado por la consolidación de la mediocridad. Desgraciadamente, en nuestra historia sólo en pocos momentos ha sido patrimonio de la administración el hacer las cosas bien. Por décadas largas, los ciudadanos han debido contentarse con el simple hecho de que el servidor público concluya el trámite, aunque sea de cualquier manera. Pero en tiempos de concursos más exigentes, de sofisticación tecnológica, de amplias posibilidades de capacitación, de recursos fiscales abundantes, resulta grotesco que en el Estado casi todo se haga mal, o simplemente a medias, que es lo mismo que hacerlo mal.
Ni siquiera se logra que unos simples focos en el estadio mundialista recién inaugurado, con la Presidenta presente y todo, queden bien dirigidos hacia el espectáculo. Y los puentes mal hechos, y las repavimentaciones fallidas, y los trenes mal comprados, y las omisiones en la notificación del sida, y las conciliaciones pendientes en Educación, y el grotesco diseño del Transantiago...
Más Estado, han gritado los partidarios de trasladar los colegios municipales al Ministerio de Educación, los promotores de una AFP estatal, los que ven en Fonasa la panacea sanitaria, los que claman por estatizar el transporte en Santiago. ¿Más Estado para qué? ¿Para que no sólo los dirigentes políticos se fotografíen con la ANEF, sino para que puedan colocar a otros miles de eventuales partidarios en esos puestos?
Porque, además, está esa otra dimensión del Estado: su tentador y creciente tamaño, su atracción como botín.
Sí, el Estado ha vuelto a ser un botín; y en vísperas de las elecciones que permitirán controlar su aparato administrativo desde la Presidencia e incidir en sus presupuestos desde el Parlamento, todos quieren dar la señal de cuánto les interesa el botín, para colocar su gente y para conseguir votos.
Fue por allá por diciembre de 1974 cuando el Presidente de la República manifestaba que su propósito era "recuperar el noble y honroso ideal portaliano de servicio público que debe ilustrar al funcionario de nuestra administración pública y que otrora fuera orgullo y prestigio del Estado." Atrás quedó.
De nada sirve hoy la reforma del Estado si no hay recuperación de su sentido. Obviamente desde la oscuridad del valor del deber, desde la corrupción, desde la mediocridad y desde el deseo de quedarse con el botín, es imposible restablecer su auténtica función.
No ha sido la lucha de un poder estatal contra otro, sino simplemente los funcionarios a pie los que se han enfrentado a la imagen ideal del Estado y a sus máximos jefes visibles.
Fue cuando los socialistas gubernamentales comenzaban a sonreír que su alegría devino en mueca y se transformó en un rictus del 14,5%.
Podrán llamar justas a las reivindicaciones salariales de la ANEF, podrán explicarlas por la pérdida del poder adquisitivo (generado bajo su propio gobierno, por cierto), pero mientras no den con las causas más profundas del deterioro de la administración estatal, no habrán puesto remedios eficaces. Y vendrán a futuro nuevas negociaciones y nuevas movilizaciones.
¿Qué explica de verdad esta protesta amarga de quienes por definición están destinados a lo contrario, a la colaboración amable?
Por una parte, una devastadora prédica de los derechos. Ha sido esa majadera y unilateral cantinela la que ha arrasado con la noción de deber y, de paso, con el afán de servicio. Porque, ¿puede haber algo más obvio que afirmar que el deber de los funcionarios públicos es servir? Muchas funciones sociales están marcadas por el sentido del servicio, pero llevan adjuntas otras legítimas aspiraciones: servir y lucrar (la empresa), servir y crear (la investigación y las artes), servir y formar (la educación).
Pero hay una que es servicio puro, puro servicio: la administración, las oficinas públicas, el Estado. Ése es su deber.
En segundo lugar, la extensión de la corrupción ha minado toda confianza posible de los subordinados en los mandos medios, de éstos en sus jefes, y de los capitostes superiores en su propia capacidad de permanecer limpios. Con tantos ejemplos de pillos enriquecidos y aún no descubiertos, el que no roba -piensan- se pasa de nerd.
Finalmente, la administración pública se ha deteriorado por la consolidación de la mediocridad. Desgraciadamente, en nuestra historia sólo en pocos momentos ha sido patrimonio de la administración el hacer las cosas bien. Por décadas largas, los ciudadanos han debido contentarse con el simple hecho de que el servidor público concluya el trámite, aunque sea de cualquier manera. Pero en tiempos de concursos más exigentes, de sofisticación tecnológica, de amplias posibilidades de capacitación, de recursos fiscales abundantes, resulta grotesco que en el Estado casi todo se haga mal, o simplemente a medias, que es lo mismo que hacerlo mal.
Ni siquiera se logra que unos simples focos en el estadio mundialista recién inaugurado, con la Presidenta presente y todo, queden bien dirigidos hacia el espectáculo. Y los puentes mal hechos, y las repavimentaciones fallidas, y los trenes mal comprados, y las omisiones en la notificación del sida, y las conciliaciones pendientes en Educación, y el grotesco diseño del Transantiago...
Más Estado, han gritado los partidarios de trasladar los colegios municipales al Ministerio de Educación, los promotores de una AFP estatal, los que ven en Fonasa la panacea sanitaria, los que claman por estatizar el transporte en Santiago. ¿Más Estado para qué? ¿Para que no sólo los dirigentes políticos se fotografíen con la ANEF, sino para que puedan colocar a otros miles de eventuales partidarios en esos puestos?
Porque, además, está esa otra dimensión del Estado: su tentador y creciente tamaño, su atracción como botín.
Sí, el Estado ha vuelto a ser un botín; y en vísperas de las elecciones que permitirán controlar su aparato administrativo desde la Presidencia e incidir en sus presupuestos desde el Parlamento, todos quieren dar la señal de cuánto les interesa el botín, para colocar su gente y para conseguir votos.
Fue por allá por diciembre de 1974 cuando el Presidente de la República manifestaba que su propósito era "recuperar el noble y honroso ideal portaliano de servicio público que debe ilustrar al funcionario de nuestra administración pública y que otrora fuera orgullo y prestigio del Estado." Atrás quedó.
De nada sirve hoy la reforma del Estado si no hay recuperación de su sentido. Obviamente desde la oscuridad del valor del deber, desde la corrupción, desde la mediocridad y desde el deseo de quedarse con el botín, es imposible restablecer su auténtica función.
En noviembre del año pasado, la Alianza suscribió con el Gobierno el Acuerdo Nacional Sobre Seguridad Pública, que contiene medidas concretas dirigidas a la prevención, a la rehabilitación y, sobre todo, a mejorar la gestión de las políticas públicas en seguridad ciudadana, que ha sido el gran talón de Aquiles y causa directa del fracaso de la Concertación en esta materia.
El acuerdo contempla 15 medidas, algunas de las cuales necesitan la aprobación de una ley y otras simplemente acciones concretas del Ejecutivo. Transcurrido un año, sólo una entró en vigencia. Es la ley sobre el robo y receptación de cables de cobre. Las otras 14, si requieren ley, se tramitan a paso de tortuga en el Parlamento, porque el Gobierno no les da urgencia, o derechamente no ha presentado el proyecto; y si se trata de acciones del Ejecutivo, o no se han ejecutado, o sólo se ha hecho parcialmente.
Veamos las más importantes. El Gobierno se comprometió a presentar en marzo pasado una propuesta para focalizar los recursos públicos en las familias más vulnerables tanto en prevención como en rehabilitación, con el fin de evitar que las conductas de los padres se transformen en condicionantes de riesgo delictivo para sus hijos; ella debía contemplar distintas formas de reinserción social en el ámbito laboral, educacional, de capacitación y otros. La propuesta no se ha presentado.
El Gobierno se comprometió a enviar, en junio pasado, un proyecto de ley para introducir cambios de fondo al Sename que garanticen el carácter profesional de sus funcionarios, sometidos al Sistema de Alta Dirección Pública y con procedimientos estrictos de control y fiscalización del trabajo con los menores, para lograr su rehabilitación y reinserción social. El proyecto no se ha enviado.
El Gobierno se comprometió a modificar la ley que establece medidas alternativas a las penas privativas de libertad, que consisten en la libertad vigilada, la remisión condicional y la reclusión nocturna, sistema que está absolutamente colapsado y que, en la práctica, significa que los condenados que gozan de estos beneficios queden sin ningún control ni programas de reinserción social, lo que es causa directa de la reincidencia. El proyecto tenía tantas deficiencias, que la Comisión de Constitución de la Cámara le pidió al Gobierno hace meses que lo rehiciera. La reformulación no se ha hecho.
El Gobierno se comprometió a darle urgencia a la reforma constitucional que establece el derecho de las víctimas de delitos graves a defensa jurídica gratuita cuando no pueden costeársela por sí mismas; a crear un órgano autónomo que administre un sistema flexible que permita materializar este derecho, y a aportar $4 mil millones para cubrir los tratamientos sicológicos, médicos y las medidas de protección necesarias. Las dos primeras iniciativas están paralizadas y los recursos no han sido aportados.
El Gobierno, a través del Ministerio del Interior, se comprometió a entregar semestralmente al Congreso toda la información sobre las políticas públicas y los programas de seguridad ciudadana, para evaluar la gestión y eficacia de los mismos. Sólo ha enviado información parcial del 2º semestre del año pasado, señalando que "no se envía información sobre presupuestos comprometidos porque no se tiene certeza de montos ni de criterios con que los sectores reportaron los recursos". La información del 1{+e}{+r} semestre de este año no se ha entregado.
El Gobierno se comprometió a concentrar en el Ministerio del Interior las atribuciones para coordinar y ejecutar los programas de seguridad ciudadana, traspasar la dependencia de Carabineros y transformar al Conace en un servicio público especializado en la prevención del consumo de drogas y alcohol. Si bien es un proyecto complejo, el Gobierno no le ha dado urgencia ni lo ha priorizado.
El Gobierno, definitivamente, no tiene la voluntad ni la decisión para sacar adelante las medidas que permitirían disminuir la delincuencia. Cuando se le enrostra el incumplimiento del acuerdo, recurre a la descalificación y a mil excusas y explicaciones. Mientras tanto, los chilenos soportamos un robo cada dos minutos, un abuso sexual cada 34 minutos y un caso de tráfico de drogas cada 54 minutos.
El acuerdo contempla 15 medidas, algunas de las cuales necesitan la aprobación de una ley y otras simplemente acciones concretas del Ejecutivo. Transcurrido un año, sólo una entró en vigencia. Es la ley sobre el robo y receptación de cables de cobre. Las otras 14, si requieren ley, se tramitan a paso de tortuga en el Parlamento, porque el Gobierno no les da urgencia, o derechamente no ha presentado el proyecto; y si se trata de acciones del Ejecutivo, o no se han ejecutado, o sólo se ha hecho parcialmente.
Veamos las más importantes. El Gobierno se comprometió a presentar en marzo pasado una propuesta para focalizar los recursos públicos en las familias más vulnerables tanto en prevención como en rehabilitación, con el fin de evitar que las conductas de los padres se transformen en condicionantes de riesgo delictivo para sus hijos; ella debía contemplar distintas formas de reinserción social en el ámbito laboral, educacional, de capacitación y otros. La propuesta no se ha presentado.
El Gobierno se comprometió a enviar, en junio pasado, un proyecto de ley para introducir cambios de fondo al Sename que garanticen el carácter profesional de sus funcionarios, sometidos al Sistema de Alta Dirección Pública y con procedimientos estrictos de control y fiscalización del trabajo con los menores, para lograr su rehabilitación y reinserción social. El proyecto no se ha enviado.
El Gobierno se comprometió a modificar la ley que establece medidas alternativas a las penas privativas de libertad, que consisten en la libertad vigilada, la remisión condicional y la reclusión nocturna, sistema que está absolutamente colapsado y que, en la práctica, significa que los condenados que gozan de estos beneficios queden sin ningún control ni programas de reinserción social, lo que es causa directa de la reincidencia. El proyecto tenía tantas deficiencias, que la Comisión de Constitución de la Cámara le pidió al Gobierno hace meses que lo rehiciera. La reformulación no se ha hecho.
El Gobierno se comprometió a darle urgencia a la reforma constitucional que establece el derecho de las víctimas de delitos graves a defensa jurídica gratuita cuando no pueden costeársela por sí mismas; a crear un órgano autónomo que administre un sistema flexible que permita materializar este derecho, y a aportar $4 mil millones para cubrir los tratamientos sicológicos, médicos y las medidas de protección necesarias. Las dos primeras iniciativas están paralizadas y los recursos no han sido aportados.
El Gobierno, a través del Ministerio del Interior, se comprometió a entregar semestralmente al Congreso toda la información sobre las políticas públicas y los programas de seguridad ciudadana, para evaluar la gestión y eficacia de los mismos. Sólo ha enviado información parcial del 2º semestre del año pasado, señalando que "no se envía información sobre presupuestos comprometidos porque no se tiene certeza de montos ni de criterios con que los sectores reportaron los recursos". La información del 1{+e}{+r} semestre de este año no se ha entregado.
El Gobierno se comprometió a concentrar en el Ministerio del Interior las atribuciones para coordinar y ejecutar los programas de seguridad ciudadana, traspasar la dependencia de Carabineros y transformar al Conace en un servicio público especializado en la prevención del consumo de drogas y alcohol. Si bien es un proyecto complejo, el Gobierno no le ha dado urgencia ni lo ha priorizado.
El Gobierno, definitivamente, no tiene la voluntad ni la decisión para sacar adelante las medidas que permitirían disminuir la delincuencia. Cuando se le enrostra el incumplimiento del acuerdo, recurre a la descalificación y a mil excusas y explicaciones. Mientras tanto, los chilenos soportamos un robo cada dos minutos, un abuso sexual cada 34 minutos y un caso de tráfico de drogas cada 54 minutos.