Crisis, ¿qué crisis?
Juan Andrés Fontaine
Juan Andrés Fontaine
Nos hablan que vivimos un año complicado, una coyuntura compleja. Que el clima mundial se ha vuelto adverso. Que afuera hay crisis y acá no tardaremos en sentir los efectos. No es extraño entonces que las expectativas se desplomen. Pero, ¿qué hay de cierto en todo ello?
El crecimiento económico mundial se espera se sitúe en torno al 4% este año y algo menos en el próximo. Chile marcharía a una velocidad similar. El ritmo es algo más moderado que el registrado en la extraordinaria bonanza vivida desde el 2004, pero está lejos de sugerir una crisis. Mientras tanto, las economías emergentes —el grupo de referencia lógico para Chile— avanzan a un rápido 6%. En América Latina, el crecimiento de Brasil, Colombia y Perú nos saca inusitada ventaja. No es fácil justificar nuestra parsimonia en los desperfectos del empedrado.
Es cierto que el clima mundial se ha tornado muy incierto. El incendio financiero desatado por el colapso inmobiliario en EE.UU. y algunos países europeos sigue ardiendo. Ahora hay fundadas sospechas que Fannie Mae y Freddie Mac, los colosos del financiamiento hipotecario estadounidense, estarían técnicamente en bancarrota. Estas entidades, aunque tienen accionistas privados, cuentan con una rara garantía tácita del Estado para sus obligaciones. Nadie en su sano juicio piensa que vayan a quebrar y lo que está en juego es el costo fiscal del rescate. La deuda abarca nada menos que 40% del PIB estadounidense, aunque por cierto, la pérdida patrimonial involucrada sería sólo una fracción de ella.
El daño patrimonial ocasionado por los trastornos financieros podría dar lugar a una contracción del consumo y la inversión. La buena noticia es que hasta ahora, tras año y medio de sobresaltos, ello no ha ocurrido. La resuelta y masiva acción de los bancos centrales ha contenido el incendio y esquivado la recesión. La gran lección de la Gran Depresión de los años treinta ha sido aprendida: aunque los incendios financieros son siempre muy dañinos, su impacto sobre la actividad productiva y el empleo puede ser aminorado con buenos bomberos en los bancos centrales.
El peligro ahora parece ser el retorno de una Gran Inflación, estilo años setenta. Cuatro años de frenético crecimiento global y acuciantes restricciones de capacidad productiva han disparado a la estratósfera los precios de alimentos, combustibles y materias primas. Aunque suele culparse de ello a la especulación financiera, ésta no es sino un reflejo de la escasez física de los productos. Inicialmente, los bancos centrales reaccionaron con asombrosa pasividad ante el evidente riesgo inflacionario, particularmente en el mundo emergente. En Estados Unidos y Europa la cautela es comprensible por la fragilidad financiera ya comentada. Ahora que la inflación está en alza a lo ancho y largo del mundo, uno tras otro los bancos centrales van viéndose obligados a pisar el freno. Ello augura una moderada desaceleración del crecimiento económico mundial, pero una recesión es todavía perfectamente evitable.
A la fecha, el cuadro internacional sigue siendo extraordinariamente favorable para Chile. Los precios del cobre y otras exportaciones están por las nubes. Los costos del petróleo también, pero Chile gana más por el alza del cobre de lo que pierde por el encarecimiento del crudo. El impacto de la bonanza es asimétrico: mientras el alza de los combustibles golpea directamente sobre el bolsillo de cada uno de nosotros, el auge del metal rojo enriquece principalmente al Estado y sólo muy indirectamente al ciudadano de a pie. Quizá a ello se deba que las encuestas revelen un creciente descontento con la situación económica. Pero, hasta ahora el consumidor parece dedicado a curar su malestar en los malls.
La conjunción de fuertes presiones de costos de origen externo y una demanda interna muy vigorosa han provocado también en Chile la súbita vuelta en escena de la inflación. Provenga de donde provenga, el tratamiento contra ese pernicioso mal exige enfriar la demanda y la actividad económica. El principal responsable de adoptar las medidas necesarias es el Banco Central. Sus últimas acciones y declaraciones revelan que tiene la capacidad y la voluntad de derrotar la inflación. Enhorabuena.
Es explicable que el tratamiento antiinflacionario despierte temores. Para evitar un costo excesivo en términos de dinamismo productivo y desempleo, es crucial disciplinar las desorbitas expectativas inflacionarias y ello requiere que las políticas salarial y fiscal transmitan realismo y austeridad.
Por ahora, las señales son ambiguas. En lo salarial, el reajuste de 10,4% en el ingreso mínimo contraviene la buena práctica de reajustar según inflación futura en lugar de IPC pasado. La próxima instancia es el reajuste para la administración pública. En temporada electoral hay malos precedentes de propuestas demagógicas de legislación laboral y de conflictos azuzados desde arriba. En medio del combate contra la inflación puede ser muy perjudicial para el empleo.
En materia fiscal, es alentador que el ministro de Hacienda haya reiterado su compromiso con la regla fiscal y anunciado que el Presupuesto del próximo año ayudaría contra la inflación. Pero, es perturbador que, a reglón seguido, indique que así ha estado haciéndose. Bajo el presente gobierno, el crecimiento del gasto público ha superado con creces el aumento de la capacidad productiva nacional. Ello ha sido posible por el incremento de los llamados ingresos estructurales del cobre y, en este año, por la rebaja del superávit estructural. Aunque los desembolsos fiscales estén así financiados, son potencialmente inflacionarios. Durante los primeros cinco meses del año —de acuerdo a la información oficial verificable en www.dipres.cl— el gasto presupuestario se ha incrementado en 13,9% real respecto de igual período del año anterior. El ministro ha explicado que la velocidad de la ejecución presupuestaria está siendo este año mucho más rápida que la del año pasado y que hecha esa corrección, el aumento del gasto sería de sólo 5,5%. Pero, lo que está en discusión es precisamente lo inoportuna de esa aceleración en el ritmo de gastos —en tiempos de inflación— y lo arduo que le resultará administrar el consiguiente frenazo durante el segundo semestre. Tampoco es tranquilizador que el gobierno cuente con el mayor IPC para restringir el valor del real gasto, porque ello suele repercutir inconvenientemente sobre el Presupuesto del año venidero. Por último, la insistencia oficial en desconocer el impacto presupuestario real de los subsidios al Transantiago y a los combustibles producidos por Enap —que abarcan una suma aproximada a la totalidad del superávit estructural— arroja una inmerecida sombra de duda sobre la fidelidad de las cuentas fiscales. Es imperioso que en la confección del Presupuesto fiscal 2009 el gobierno contemple un giro restrictivo genuino y convincente.