(Gonzalo Rojas, formador de Juventudes)
Errores que los dioses no reconocen
Gonzalo Rojas Sánchez
Errores que los dioses no reconocen
Gonzalo Rojas Sánchez
"Fue un gravísimo error mío y lo pagué caro; insisto: el error fue ciento por ciento mío". ¿Alguien creería que estas expresiones corresponden a un ciudadano de nacionalidad chilena y destacado por su actividad pública?
Kristel Köbrich, la nadadora deshidratada, ha remecido la conciencia nacional, colocándose en esa difícil posición que casi nadie -en cuanto el nombre propio comienza a ser conocido- quiere ocupar: me equivoqué, sólo yo me equivoqué.
En contraste con la sureña, el 98,6% de las actrices entrevistadas y el 92,4% de los políticos que hacen declaraciones, asegura "no tener nada de qué arrepentirse" y, con una tierna mirada hacia el futuro, aseguran que volverían a vivir (pensar, hacer, decir, omitir, etc.) del mismo modo que lo han hecho hasta ahora (incluso, así lo afirman algunos que los domingos rezan devotamente: por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa...).
Según ellos, todo parece perfecto, todo parece en orden, caso a caso, no habría nada que corregir. Pero el telespectador, el lector, el ciudadano que vota, todos estos mortales de a pie, saben que no es así, que la escena pública está plagada de errores, y de los graves.
¿Por qué les cuesta tanto a los que viven en la trama del poder, sea del tipo que sea, reconocer sus equivocaciones?
Por una parte, por la pérdida del sentido de la culpa. Toda una corriente antropológica, apoyada desde hace unos 50 años por tal o cual eclesiástico despistado, ha insistido en que lo importante es ser auténtico, actuar por convicciones (da lo mismo cuáles) y perseverar en ellas hasta morir por esos ideales, aunque fuese metralleta en mano (Che Guevara: no puedes exhibir más victoria que haber pervertido la noción de ideal).
Por eso, casi todo Chile cayó a los pies del féretro de Gladys Marín. A pesar de la gravedad de sus maldades, ella -así lo dijeron hasta algunas víctimas de su activismo paramilitar- había sido consecuente. Porque ser consecuente en el error, perseverar en el mal, dado el estado de caos antropológico que hoy impera en Chile, termina exculpando, purificando, elevando: se obtiene hasta funeral de Estado.
Por otra parte, les cuesta mucho a los actores públicos reconocer sus errores, porque tienden a sentirse superiores, de otro mundo, portadores de un fuego divino, Prometeos criollos. Y todo lo que pueda mostrarlos como humanos e iguales a los mortales que día a día comprobamos nuestra debilidad y reconocemos nuestros errores en el trabajo, en la familia, manejando, en las faltas de ortografía, etc., todo reconocimiento eventual los asusta, creen perder prestancia, imaginan la necesidad de tener que contratar una nueva asesoría en comunicaciones.
Se trata de una actitud teocrática, sí, de una auténtica aspiración a gobernar, a legislar, a juzgar, a comunicar, a crear cultura y artes, como si fueran dioses, aunque una buena cantidad de ellos, del Dios verdadero no quiera oír ni palabra.
Ricardo Lagos es ciertamente el caso más notable de autoexculpación y, por lo tanto, de aspiración teocrática. Lo fue durante su mandato, lo ha sido en su mesiánico peregrinar por el planeta y, en diciembre de 2009, bien podría transformarse de nuevo en una realidad de gobierno a lo divino. Nada hay en él de conciencia culpable sobre el Transantiago, o por Ferrocarriles, o por los restantes casos de corrupción galopante ocurridos bajo "la responsabilidad del mando".
Bueno, pero la Köbrich es nadadora no más, su caso es bien distinto a estar en el fragor de la política, podría objetarse. Falso: de vez en cuando, algún humano íntegro recuerda que se puede ser honesto; también en la vida pública, pasan cosas notables. José Antonio Kast, tiempo atrás, se equivocó manifestando una opinión peyorativa sobre la Presidenta, pero no vaciló en reconocer su error. Apenas debutaba como jefe de bancada del partido mayoritario, pero rápidamente llamó a La Moneda para decir: me equivoqué; y, por cierto, lo hizo sin buscar atenuantes. Y el ministro de Cultura de Hungría ha calificado la participación de su ejército nacional en la represión de la Primavera de Praga, hace 40 años, simplemente como "una vergüenza y un acto infame". Así aparecen los ejemplos si se los quiere buscar, aunque hagan falta pinzas y paciencia.
Justamente porque reconoció su error, a Kristel Köbrich se la veía "sonriente, fresca, lozana", afirmaba el enviado especial a Beijing.
Qué contraste con el ceño adusto, la mirada turbia, la voz disgustada de quienes dicen no tener nada de qué arrepentirse. Y, por eso mismo, seguramente cometerán más y más graves errores.
Kristel Köbrich, la nadadora deshidratada, ha remecido la conciencia nacional, colocándose en esa difícil posición que casi nadie -en cuanto el nombre propio comienza a ser conocido- quiere ocupar: me equivoqué, sólo yo me equivoqué.
En contraste con la sureña, el 98,6% de las actrices entrevistadas y el 92,4% de los políticos que hacen declaraciones, asegura "no tener nada de qué arrepentirse" y, con una tierna mirada hacia el futuro, aseguran que volverían a vivir (pensar, hacer, decir, omitir, etc.) del mismo modo que lo han hecho hasta ahora (incluso, así lo afirman algunos que los domingos rezan devotamente: por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa...).
Según ellos, todo parece perfecto, todo parece en orden, caso a caso, no habría nada que corregir. Pero el telespectador, el lector, el ciudadano que vota, todos estos mortales de a pie, saben que no es así, que la escena pública está plagada de errores, y de los graves.
¿Por qué les cuesta tanto a los que viven en la trama del poder, sea del tipo que sea, reconocer sus equivocaciones?
Por una parte, por la pérdida del sentido de la culpa. Toda una corriente antropológica, apoyada desde hace unos 50 años por tal o cual eclesiástico despistado, ha insistido en que lo importante es ser auténtico, actuar por convicciones (da lo mismo cuáles) y perseverar en ellas hasta morir por esos ideales, aunque fuese metralleta en mano (Che Guevara: no puedes exhibir más victoria que haber pervertido la noción de ideal).
Por eso, casi todo Chile cayó a los pies del féretro de Gladys Marín. A pesar de la gravedad de sus maldades, ella -así lo dijeron hasta algunas víctimas de su activismo paramilitar- había sido consecuente. Porque ser consecuente en el error, perseverar en el mal, dado el estado de caos antropológico que hoy impera en Chile, termina exculpando, purificando, elevando: se obtiene hasta funeral de Estado.
Por otra parte, les cuesta mucho a los actores públicos reconocer sus errores, porque tienden a sentirse superiores, de otro mundo, portadores de un fuego divino, Prometeos criollos. Y todo lo que pueda mostrarlos como humanos e iguales a los mortales que día a día comprobamos nuestra debilidad y reconocemos nuestros errores en el trabajo, en la familia, manejando, en las faltas de ortografía, etc., todo reconocimiento eventual los asusta, creen perder prestancia, imaginan la necesidad de tener que contratar una nueva asesoría en comunicaciones.
Se trata de una actitud teocrática, sí, de una auténtica aspiración a gobernar, a legislar, a juzgar, a comunicar, a crear cultura y artes, como si fueran dioses, aunque una buena cantidad de ellos, del Dios verdadero no quiera oír ni palabra.
Ricardo Lagos es ciertamente el caso más notable de autoexculpación y, por lo tanto, de aspiración teocrática. Lo fue durante su mandato, lo ha sido en su mesiánico peregrinar por el planeta y, en diciembre de 2009, bien podría transformarse de nuevo en una realidad de gobierno a lo divino. Nada hay en él de conciencia culpable sobre el Transantiago, o por Ferrocarriles, o por los restantes casos de corrupción galopante ocurridos bajo "la responsabilidad del mando".
Bueno, pero la Köbrich es nadadora no más, su caso es bien distinto a estar en el fragor de la política, podría objetarse. Falso: de vez en cuando, algún humano íntegro recuerda que se puede ser honesto; también en la vida pública, pasan cosas notables. José Antonio Kast, tiempo atrás, se equivocó manifestando una opinión peyorativa sobre la Presidenta, pero no vaciló en reconocer su error. Apenas debutaba como jefe de bancada del partido mayoritario, pero rápidamente llamó a La Moneda para decir: me equivoqué; y, por cierto, lo hizo sin buscar atenuantes. Y el ministro de Cultura de Hungría ha calificado la participación de su ejército nacional en la represión de la Primavera de Praga, hace 40 años, simplemente como "una vergüenza y un acto infame". Así aparecen los ejemplos si se los quiere buscar, aunque hagan falta pinzas y paciencia.
Justamente porque reconoció su error, a Kristel Köbrich se la veía "sonriente, fresca, lozana", afirmaba el enviado especial a Beijing.
Qué contraste con el ceño adusto, la mirada turbia, la voz disgustada de quienes dicen no tener nada de qué arrepentirse. Y, por eso mismo, seguramente cometerán más y más graves errores.