lunes, 18 de agosto de 2008

Tres comentarios para tener en cuenta

Te necesito, pero no te creo
Gonzalo Rojas

La política no es una actividad familiar. Obvio, pues su ámbito es lo público. Pero también es evidente que sin la confianza, que es una de las actitudes más propias de la vida familiar, nada de valor es posible en la política.

Porque ha perdido la confianza en algunos de sus colaboradores, la Presidenta ha solicitado ya muchas renuncias durante sus dos años y medio de mandato. Está en su derecho, y ha procedido aplicando un principio correcto.

En la otra punta de la actividad pública, los ciudadanos nos aprontamos precisamente para ratificar o cambiar, en las proximas elecciones, las confianzas antes depositadas en concejales, alcaldes, diputados, senadores, y en una coalición gobernante para que la encabece uno u otro candidato presidencial.

En la cumbre del poder, la Mandataria opera por confianzas; en la base de la participación, la mayoría de los ciudadanos hacemos lo mismo.

Pero justamente donde con mayor facilidad debiera cultivarse esta actitud, en los partidos políticos chilenos, la confianza parece desvanecerse y desaparecer. En ellos, en esas agrupaciones destinadas a lo público, pero fundadas en las confianzas propias de una familia, hoy cunde la discordia, se acrecientan los recelos, y como simplemente se están acabando las confianzas, algunos se van... o los echan.

Y que las confianzas partidarias están fracturadas o rotas en todo el espectro partidista es un hecho, porque se ha comprobado hasta en la UDI, el bastión tradicional de la amistad cívica. "Con ciertas opiniones, con determinadas actuaciones, se ha cruzado la línea del no retorno", han afirmado algunos de sus dirigentes.

En este 2008 ha sido Lavín contra Plaza, Trivelli contra Alvear, Allende y Ominami contra Escalona, Larraín Peña contra Monckeberg; y antes fue Zaldívar contra Alvear, Schaulsohn y Flores contra Girardi, Cantero contra Larraín, De la Maza contra todos.

Si los partidos no operan por confianzas, sólo les quedan otras dos pobres opciones-chicle para conservar la unidad: o el dogmatismo ideológico (el PC tiene una oferta permanente de capacitación en esta materia), o el instinto de supervivencia en el aprovechamiento del poder (la DC y el PPD compiten por el número 1 en esta fórmula, justamente porque llevan casi 20 años de práctica exitosa).

Obviamente a Chile, a su salud política, no le convienen partidos unidos sólo por esas precarias o espurias motivaciones.

Pero existe una forma de recuperar ese activo tan frágil, aunque imprescindible en la vida partidista. Ciertamente no consiste sólo en sentarse a conversar, ni tampoco en olvidar agravios, aunque muchos dirigentes, buenas personas, sean tan dados a esa nobleza paralizante. Con esas actitudes retóricas se deja todo donde mismo, e incluso en peor pie, porque los pocos que aún confiaban en la línea de su propio partido, experimentan la desilusión típica del chileno sencillo: "Ya se están arreglando entre los capitostes", se comenta en la base. O sea, parece que se abuenan, pero todos sabemos que la cosa no da para más.

La recuperación de las confianzas depende de una tarea diferente, sencilla, aunque dolorosa: la división de las aguas. Nosotros acá, tú allá, afuera; yo me voy, y ustedes, si quieren, se quedan. Cada uno verá en qué posición debe encontrarse. Ha llegado el momento en que la definición de las pertenencias partidarias es tanto o más importante que la calidad de los proyectos. Porque sin identidades no hay confianzas; y sin confianzas se paralizan los proyectos.

A Schaulsohn lo echaron, Flores se fue; a Zaldívar lo echaron, Mulet se fue; Cantero también se fue; y mucho antes, a Guzmán lo habían echado y los UDI se habían ido con él. La justicia o injusticia procesal y material de cada uno de esos casos es discutible, pero un dato se impone: por una parte, en esos partidos había quienes buscaban recuperar sus confianzas internas y, por otra, quienes los abandonaron querían construir nuevas confianzas: así somos, éstos somos, es lo que se buscó transmitir. Buena cosa.

Pero en las restantes colectividades está todavía pendiente este proceso de clarificación (y en las que ya lo han comenzado a practicar, por cierto falta mucho áun). El temor a achicarse y el miedo a bajar electoralmente se imponen todavía en algunos partidos por sobre la salud de la unidad, por sobre la vitalidad de las confianzas. Falta convicción para expulsar, falta coraje para mandarse cambiar.

¿Se han seguido fragmentando los partidos y movimientos con riesgos para la estabilidad electoral? Sí, pero por otra parte, hay más ofertas electorales que cuentan con la ventaja de su sinceridad de afiliaciones y de propósitos.

La era de las autonomías
Hernán Felipe Errázuriz

El Presidente de Georgia se equivocó con la invasión para impedir el separatismo de dos provincias de su país. También Putin se equivocará si pretende absorber por la fuerza a esos territorios independentistas.

Pascal Boniface, reputado internacionalista francés, sostiene que vivimos la era de las secesiones territoriales, y que las guerras ya no amalgaman a las naciones: las desmantelan.

En 1920, Europa tenía 23 estados independientes. En los últimos 20 años, casi se han triplicado, por la desintegración soviética y de Yugoslavia y por la división de Checoslovaquia.

Desde la fundación de Naciones Unidas, sus estados miembros se han cuadruplicado.

Los pueblos prefieren ser cabeza de ratón que cola de león.

El potencial para nuevas autonomías está en todos los continentes, y no simplemente por la liberación del socialismo totalitario. Hay razones étnicas, religiosas y también económicas. Es el caso de Bolivia. Sus departamentos orientales consideran que integrar una nación centralizada bajo una constitución socialista los priva de progresar y los oprime. Prefieren la autonomía. Las tensiones en Argentina también provienen de la rebeldía de las provincias por los gravámenes que Buenos Aires les impone. En el sur del Perú sucede algo parecido.

En Chile estamos lejos de las fracturas territoriales. La unidad nacional está enraizada, somos sumisos al poder central y los gobernadores e intendentes no son elegidos, sino políticos designados y removidos por el Presidente. No pueden rebelarse.

Pero en nuestras provincias hay indicaciones no despreciables de rechazo al centralismo. La Presidenta y las autoridades del Gobierno no pueden presentarse en Arica, por el riesgo de ser mal recibidos. La región de mayor importancia geoestratégica está abandonada. La violencia en la Región de la Araucanía es una pretensión autonómica de dirigentes indígenas que se sienten postergados. Los municipios y gobiernos locales apenas reciben el cinco por ciento del presupuesto público. El resto de las asignaciones son discrecionales y no transparentes. Hay ira en las provincias por el poder y recursos de Santiago. La votación del Transantiago demostró el rechazo al centralismo. Es inaceptable para el resto del país que se dilapiden indefinidamente cientos de millones de dólares en un servicio que sólo sirve a la metrópoli. Tan grosero es el dispendio, que al Gobierno no le quedó más que compensar a las regiones, bajo presión, con fondos para proyectos que no han sido técnicamente evaluados.

Gobernantes y parlamentarios se resisten a la descentralización e ignoran los peligros del centralismo para la integridad territorial, así como la tendencia mundial a las autonomías.

Dinero, política y conflictos de interés
Álvaro Fischer Abeliuk

El diputado Ascencio otorgó el voto favorable que faltaba para que el proyecto de subsidio al Transantiago se aprobara. Pero sólo se decidió a hacerlo una vez que el Gobierno le asegurara un subsidio de mil 200 millones de pesos para el sistema de transbordadores de Chiloé, distrito por el cual es diputado.

Si ese monto corresponde a recursos nuevos, como inicialmente se informó, o a recursos ya vigentes en el presupuesto, que el Gobierno le confirmó serían destinados a los transbordadores, no cambia el hecho de que se trató de una transacción de recursos por su voto.

La pregunta que surge entonces es: cuando el diputado Ascencio se aproximó al Gobierno para tratar el punto, ¿estaba motivado por beneficiar a los habitantes de su circunscripción o estaba utilizando una excusa para complacerlos y así intentar conseguir su reelección con recursos de los contribuyentes? Ésa es una pregunta pertinente, pues es fácil advertir el conflicto de interés que enfrentaba el diputado. ¿Qué pesaba más en sus conversaciones con los personeros de gobierno? ¿Sus convicciones respecto del Transantiago?, ¿su preocupación por los habitantes de Chiloé?, ¿o su interés por continuar en la Cámara de Diputados?

Los conflictos de interés entre el dinero y la política no se circunscriben a aquellos que enfrentan los empresarios que actúan en política, como de manera simplista se ha querido plantear. Muy por el contrario, dichos conflictos surgen cada vez que un actor político participa en el uso de recursos públicos, y su decisión puede beneficiarlo en lo personal -pecuniaria o políticamente-, en perjuicio de un bien colectivo superior. Eso ocurre permanentemente. La reforma constitucional de 1943 de Juan Antonio Ríos reservó al Presidente de la República "la iniciativa para crear nuevos servicios públicos o empleos rentados y para conceder o aumentar sueldos y gratificaciones al personal de la administración pública", relegando al Congreso Nacional sólo a "aceptar, disminuir o rechazar los servicios, empleos o emolumentos que se propongan". La reforma constitucional de Frei Montalva fue más categórica aún, al indicar que "corresponderá exclusivamente al Presidente de la República la iniciativa para proponer suplementos a partidas o ítems de la Ley General de Presupuestos", evitando así que esa iniciativa pudiera estar en manos del Congreso. Claramente, ambas reformas tenían como objetivo impedir que los parlamentarios pudieran indebidamente beneficiar a terceros para obtener un beneficio político personal, pues advertían el potencial conflicto de interés involucrado.

Hay dos escuelas de pensamiento para institucionalizar la resolución de los conflictos de interés en los temas públicos: la primera es procurar regularlos, impidiendo que las personas cuyas actividades privadas les generen conflictos de interés en sus decisiones públicas puedan participar en política -obligándolas a abandonarlas si quieren hacerlo- o bien, asegurándose de que se inhiban de participar en decisiones donde esos conflictos de interés se manifiesten de manera más nítida. Esa forma de aproximarse al problema, si se aplica de manera exhaustiva y no selectiva -no sólo a Piñera sino también a Ascencio, por así decirlo-, dejaría a tantas personas fuera de toda participación política, o generaría tal cantidad de inhibiciones, que paralizaría la vida política. En efecto, como los conflictos de interés son consustanciales a la condición humana, es difícil encontrar situaciones en las que éstos no estén presentes, o en las que dichas restricciones no deban aplicarse.

La segunda escuela reconoce ese hecho, y por eso prefiere que sea la decisión ciudadana, en vez de una norma restrictiva, la que califique la participación de las personas en decisiones políticas. Para ello, exige que las decisiones de los personeros políticos estén sometidas al escrutinio público, de manera abierta y transparente, y que sea la ciudadanía la que juzgue si éstos han resuelto de manera correcta o no los inevitables conflictos de interés a los que se vean sometidos. En vez de impedirle al diputado Ascencio transar su voto por medio de leyes o reglamentos, es preferible que éste sí pueda hacerlo, pero sólo si lo realiza de manera abierta y transparente, de modo que el público tenga clara conciencia de lo ocurrido, y con esos antecedentes juzgue su conducta y trayectoria.

Acount