miércoles, 25 de marzo de 2009


No nos importa nada,
por Gonzalo Vial.


El Centro de Estudios Públicos (CEP) tenía un equipo de lujo en materias educacionales. Hicieron historia, v.gr., los estudios que realizó sobre la PSU y los tristemente célebres CMO (Contenidos Mínimos Obligatorios). Por cierto no fue oído, pero allí está ese material para la eventualidad —remota pero no imposible— de que alguna vez el ministerio haga algo a las derechas.

Pues bien, el CEP acaba de desmantelar el equipo referido, despidiendo a dos especialistas de óptima calidad. Una de ellas, por cierto, agrega a sus conocimientos teóricos el mérito complementario —muy sorprendente en nuestros «expertos educacionales»— de haber creado y dirigir un colegio gratuito de mucho éxito.

Espero que el desmantelamiento no sea total, pues este departamento del CEP incluía cuando menos otros dos especialistas en educación de parecida solvencia. Desde otro punto de vista, es la entidad misma la que sabe “dónde le aprieta el zapato” en materia de recursos, sobre todo corriendo días tan difíciles como los actuales.

Pero, fuera de lamentar lo sucedido —por el CEP y el país, más que por las afectadas—, es interesante la explicación que le da el mismo centro, explicación que se transcribe en una carta de crítica y protesta que firman varias figuras de nuestra enseñanza (“El Mercurio”, 15 de marzo). Dice el centro:


“En un año de crisis, parece aconsejable redirigir recursos para robustecer el programa macroeconómico”.

La educación, preocupación de segunda... aun tratándose sólo de estudiarla. La educación y la crisis no se relacionan.


Vinculemos esta idea del CEP con un artículo que publica el prorrector de la Universidad Católica, también en “El Mercurio”, el 17 de marzo. Se refiere al Informe de la OCDE sobre el estado de la educación en los países desarrollados miembros de esa entidad, el año 2008. Y compara las cifras educacionales de dichos países con las chilenas.

Destaca el prorrector, como siempre se hace, nuestros “importantes logros... en cobertura escolar”. Pero luego enumera los frutos de estos logros importantes:

1. “Pobre desempeño” en la prueba PISA (lectura y matemáticas) 2006 (pobre desempeño que aquí, dicho sea de paso, celebramos como un triunfo olímpico).

2. Ciencias: Chile, Nº 32 de los 36 países miembros o asociados de la OCDE. “40% de nuestros estudiantes no alcanzó el nivel mínimo para razonar adecuadamente frente a fenómenos científicos elementales”.

Es decir, en Chile la “cobertura escolar” significa encerrar a los alumnos en los establecimientos para que no aprendan cosa alguna (aprovechable). ¿Qué utilidad tiene esto, qué “logro” representa? ¿Cómo puede calificársele de “fruto del esfuerzo que ha hecho Chile en materia de cobertura educativa”?

¿Y qué causa una inferioridad tan desoladora? También lo explican las cifras de la OCDE y del artículo comentado:

A. Gasto total de Chile, por alumno, a nivel de enseñanza básica y media: un tercio del mismo gasto en los países OCDE. El nuestro, estancado desde el 2005.

B. Tiempo pagado a los profesores para planificar y preparar sus clases: OCDE, 40%; Chile, 25%.

C. Remuneración de los profesores chilenos, al ingresar a la profesión y/o quince años después: un tercio de lo que pagan los países de la OCDE.

D. Tiempo que “los alumnos de (nuestros) colegios públicos están físicamente (e inútilmente, agreguemos) en clases: casi 30% más que el promedio OCDE.

E. Número de alumnos por curso, en Chile: 25% más que en los países de la OCDE
Etc.,etc.

Llevamos veinte años concertacionistas (y, antes, el régimen militar no lo había hecho mucho mejor) dando palos de ciego y disparando fuegos artificiales... sin alcanzar un nivel mínimo en educación básica y media, fundamentales si no únicas para el grueso de los chilenos. ¡Cuántos «programas» e iniciativas varias del Estado!

¿Qué de bueno, qué resultados positivos produjeron, por ejemplo, el «P-900», las «escuelas críticas», los MECE, las jornadas LEM, los «liceos de anticipación» o Montegrande, las «pasantías en el extranjero», los perfeccionamientos contratados por el ministerio, la reforma de los currículos, los «maletines literarios», etc., etc.? Ningún buen resultado, es verdad, pero ahora regalamos computadores...

Mientras tanto, todos hablábamos, hablábamos, hablábamos (y escribíamos) de educación. Seguimos haciéndolo.

Y al cabo de dos décadas... nada.


Algo semejante a lo que sucede respecto de la pobreza. Chachareamos incesantemente, de palabra y por escrito, sobre ella. Cada cierto tiempo, nos felicitamos de su «disminución». Pero la verdad es que, aun aceptando las cifras oficiales —hoy bajo fuego—, las últimas de éstas (2006) nos dicen que el número de pobres es el mismo de 1970.

Y es sabido que educación y pobreza se hallan estrechamente relacionadas. No se sale de la segunda sin la primera, siempre que ésta sea mínimamente buena.


¿Por qué hablamos tanto de ambas, y no llegamos a puerto en ninguna? Simplemente porque no nos importan nada. Son temas de conversación; conferencias, paneles y simposios; de disputas audaces y brillantes sobre «exclusión», «municipalización», «focalización» y otras yerbas; de innumerables estudios y diagnósticos; de modas pedagógicas —«la novedad del año»— que vienen y se van, etc.

Pero ni enseñanza ni pobreza, tan tristemente deficitarias, nos MUEVEN A LA ACCION. Nuestros hogares no ganan menos de $175.000 mensuales, línea límite de la pobreza «oficial». Nuestros hijos no van a escuelas gratuitas. La catástrofe futura que incuban la pobreza y la mala educación nos parece lejana o una profecía groseramente exagerada. De allí que si un
think tank de primera categoría deba, según explica, centrar sus esfuerzos y recursos en lo relevante, la primera víctima sea la educación. ¡Mortal ceguera!

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