martes, 1 de julio de 2008

Tres comentarios espectaculares.

Perfeccionemos la descentralización
Raúl Torrealba

El Ejecutivo ha dado señales de conferir mayores responsabilidades y atribuciones a los municipios, cuestión que estimo va en el camino correcto. Transcurridos ya casi dieciséis años desde el inicio del actual sistema municipal, no cabe duda de que, incluso con sus debilidades, ha sido un aporte al desarrollo del país, acercando el Estado a las personas en sus necesidades más inmediatas. Aun así, la desconfianza de las autoridades en el sistema todavía está vigente, por los casos que a lo largo de los años han empañado la gestión en algunos gobiernos locales. Sin embargo, aquello, lejos de debilitar la descentralización, hace volver a plantearnos que ésta merece ser fortalecida y perfeccionada.

Para una gran mayoría del país, la labor que los municipios realizan son incidentes en forma muy directa en su calidad de vida, pues requieren —de la misma autoridad local— salud, educación, planes de empleo, vivienda, asistencia social, recreación, etc.: un sinnúmero de necesidades que en el caso de los sectores más acomodados solucionan mayoritariamente por sí mismos. Se trata, pues, de más de 345 gobiernos locales de los más variados tamaños y realidades que se rigen, sin embargo, esencialmente por una misma institucionalidad. Ello es correcto, pero necesariamente ésta debe hacerse cargo también de las naturales diferencias, atendiendo a su presupuesto, perfeccionamiento y necesidades de la comunidad a la que sirve, cuestión que en la actualidad no sucede.

En Europa y los Estados Unidos, cifras cercanas al treinta por ciento de la recaudación fiscal se canalizan a través de los gobiernos locales. En nuestro país, en cambio, la realidad es muchísimo más restrictiva, rondando el 7%.


Canalizar más recursos y responsabilidades a instituciones que no gozan de mucho prestigio, y en muchos casos de preparación, no resulta atractivo; pero si confiamos en que la descentralización es la vía apropiada para ser más eficientes y eficaces en la solución de los problemas que la ciudadanía requiere, la meta debe ser, entonces, cómo dotamos a los municipios de mejores profesionales y mejor fiscalización, que les permitan ganarse la autonomía y el respeto que el desarrollo exige, dejando de ser los parientes pobres de la administración del Estado.

Flexibilizar y mejorar las plantas del personal municipal y sus remuneraciones, e incentivar la participación de ciudadanos preparados en el rol de concejales, que ayuden de verdad a una mejor y eficiente administración, debieran ser temas mejor resueltos en forma conjunta, con el aumento de responsabilidades y recursos que se pretenda traspasar a los gobiernos locales.

David contra Goliat
Margarita María Errázuriz

En nuestra sociedad se debaten dos fuerzas contrarias. Una apunta a su fragmentación y proviene de fuerzas ligadas a la dinámica macrosocial. La otra busca la inclusión y, desde el área privada, surgen aportes propios y valiosos. Es como la batalla de David (los actores privados) contra Goliat (las tendencias socioeconómicas), pero en este caso no sabemos si va a triunfar David.

Hay una serie de situaciones que permiten pensar que la sociedad avanza hacia su fragmentación. Hay una inmersión hacia el mundo de lo personal y privado, a pesar de que no podemos sobrevivir sin colaborar unos con otros. En la actualidad, las personas que trabajan en forma independiente son cada vez más; las relaciones se establecen de manera impersonal, poco profunda y, a menudo, virtual; los lazos familiares son el refugio para convivir en medio de la inseguridad y la desconfianza; las organizaciones, sean gremiales, laborales o políticas, tienen menos adeptos; las políticas sociales se dirigen a los individuos o a la familia, y cuando consideran la organización social, lo hacen en aspectos formales que no necesariamente contribuyen a sacarlas de su propio círculo.

A estas fuerzas centrípetas —en torno a lo individual— hay que agregar que nuestra sociedad es cada vez más compleja y diversa; es difícil encontrar un eje que la integre y que permita a todos sentirse parte. Por añadidura, los líderes políticos que pueden conducir estos procesos, empiezan a posicionarse como personas individuales más que como integrantes de colectividades.

Por cierto, éstas son tendencias acordes con el desarrollo y con los cambios que impulsa. Constituyen señales que pueden ser vistas como independientes unas de otras, pero suman una fuerza avasalladora —como la de Goliat— que contribuye a atomizar nuestra convivencia. Las visiones de sociedad tienen menos oportunidades de ser confrontadas o acordadas, porque los mundos en los que vive cada persona son muy propios, con frecuencia pequeños, y no tienen mucho contacto entre sí.

En esas reflexiones estaba cuando fui a la entrega de premios de la Fundación ProHumana y la Revista “Capital” y me encontré con la otra cara de la moneda. Desde los discursos iniciales, la impronta mostraba otras motivaciones. Al iniciar el acto, un importante líder empresarial dijo: “Pese a que los hombres no suelen decir estas cosas, el valor de cada acto está en el amor que en él ponemos”. Esta frase, dicha en público por un importante hombre de negocios equivale a una revolución, es contracultura; plantea un deseo de volcarse hacia afuera, con el deseo de aportar calidad en el actuar y en las relaciones. Así se hizo presente David ese día. Fue una mañana en que sólo se habló de vocación social expresada en hechos concretos. Todas las acciones estaban vinculadas con la promoción de instancias de colaboración social y de compromiso con la comunidad. Lo interesante es que éstas son iniciativas llevadas a cabo por actores del sector privado.

El rol de los actores privados es insustituible; el Estado necesita su aporte porque no basta su vocación al bien común y su mirada de país. Los actores privados son un eficaz apoyo en circunstancias en que sólo la gratuidad del amor y la vocación social son la respuesta adecuada a las necesidades de grupos que quedan al margen de las políticas públicas. El Hogar de Cristo es un buen ejemplo, y, en esa mañana de entrega de premios, se destacaron muchas obras sociales valiosas que impulsan un desarrollo autosostenido.

Cómo están afectando a la sociedad esas distintas fuerzas o cómo vamos a desenvolvernos arrastrados por estas corrientes es algo difícil de predecir. Pero podemos estar tranquilos.

Tenemos injerencia en nuestra convivencia; de nuestras valoraciones y de su expresión cotidiana depende en gran medida el tipo de sociedad que tenemos. La batalla por tener una sociedad inclusiva podemos ganarla, a pesar de tener un gigante al frente, porque todavía existen entre nosotros anhelos que nos llevan a trascender los propios intereses y a colaborar.

Tipo de cambio: Ni alto ni bajo ni todo lo contrario
José Ramón Valente

El dólar ha subido desde $ 430 a $ 520 en poco más de un mes. A la luz del clamor que existía por un tipo de cambio más alto para mejorar la competitividad de nuestro sector exportador, debiéramos estar todos contentos. Sin embargo, no son pocos los que hoy están pidiendo que el Banco Central termine con las compras de US$ 50 millones diarios de manera de parar el alza del dólar y sus negativos efectos sobre la inflación. ¿Qué queremos, entonces, tipo de cambio alto o bajo? La verdad es que no queremos ni lo uno ni lo otro, lo que necesitamos es una economía competitiva.

El problema de Chile es que ha perdido competitividad, en un mundo donde el partido se juega a nivel global. Obviamente que los exportadores no pueden competir con sus pares de otros países con los costos de energía que tenemos en Chile, la burocracia de un Estado que no quiere reformarse a sí mismo, el bajo nivel de calificación de nuestros trabajadores, que es consecuencia de la mala calidad de nuestra educación, y una estructura de impuestos que fue muy atractiva hace veinte años, pero que ya no lo es tanto. En ese contexto, por supuesto que necesitamos un tipo de cambio de al menos $ 600 para competir exitosamente en los mercados internacionales. Si fuésemos más competitivos, claro que podríamos sobrevivir con un tipo de cambio más bajo, como lo hacen Canadá, Australia y Nueva Zelandia.

Echar mano al tipo de cambio para bajar la inflación sería como esconder la mugre debajo de la alfombra: La suciedad sigue estando ahí pero no se nota, al menos por un rato. Lamentablemente, mientras no arreglemos los problemas de fondo, tenemos que vivir de acuerdo a nuestros medios. No podemos crear riqueza artificial, y cuando forzamos el tipo de cambio a la baja y expandimos el gasto publico más allá de lo que podemos financiar en el largo plazo, es precisamente lo que estamos haciendo.

El mayor flagelo de los países latinoamericanos ha sido siempre creer en aquellos gobernantes que ofrecen a la gente ser rica sin esfuerzo. Para progresar, hay que entrenar, transpirar y competir. Podemos forzar un tipo de cambio más bajo para reducir la inflación y seguir gastando como país en guerra. Sin duda que de esa manera podemos generar una sensación de bienestar en la gente. Pero, ¿podemos hacerlo para siempre? Evidentemente que no, y, si no me cree, mire lo que está pasando en estos precisos momentos en Argentina y Venezuela.


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