viernes, 8 de agosto de 2008

Dos comentarios y una invitación

Chile versus Colombia
Francisca Werth

Tras un encendido debate sobre la delincuencia en Chile, el análisis y los comentarios se han centrado en lo que, para un juicio experto, es el tema menos importante frente a una propuesta de modernización del Estado en seguridad pública: Chile versus Colombia. Pero ya que la comparabilidad internacional en temas delictivos ha despertado tanto interés, vale la pena analizar cuál es la realidad colombiana y hasta qué punto se asemeja a la chilena.

Es técnicamente difícil hacer comparaciones internacionales sobre la evolución y el estado de la delincuencia entre países. Diferencias en la definición de los delitos y encuestas con metodologías distintas hacen que los paralelos sobre la situación de la delincuencia se conviertan en un terreno incierto. Sin embargo, hay información que hasta ahora no ha sido suficientemente debatida por quienes avalan o rechazan a Colombia como modelo a seguir en materia de combate a la delincuencia.

La implementación gradual de la reforma procesal penal en Colombia ha tenido un gran impacto. Las cifras muestran que los casos iniciados aumentaron en un 57% entre los años 2003 y 2007. La cantidad de personas imputadas, sin embargo, disminuyó considerablemente en igual período (40,7%). Respecto de las tasas de delitos, el homicidio registró su disminución más importante en los últimos 20 años. Encuestas de victimización realizadas por una ONG independiente (Fundación Seguridad y Democracia) —el gobierno no tiene una encuesta oficial— muestran una estabilización de la victimización entre los años 2006 y 2007, siendo los delitos más comunes los atracos callejeros y los hurtos. Durante el año pasado se registró un importante aumento de los robos en residencias, pasando de 14% a 20%. El 56% de los colombianos cree que la policía no hace un buen trabajo en la lucha contra la delincuencia y, en general, estiman que es ineficiente y sin un real compromiso con la ciudadanía. La instalación de un observatorio de violencia y delincuencia, así como la institucionalidad situada en los gobiernos distritales y en los alcaldes, son los más importantes aportes realizados por una política con un marcado acento en la prevención.

Con todo, la información anterior es sólo la mínima con que se debe contar antes de evaluar la situación y el desempeño de un país en términos de seguridad ciudadana. Todo esto sin siquiera mencionar que la realidad de Colombia se encuentra fuertemente influenciada por el conflicto interno y la participación de las Fuerzas Armadas en diversos ámbitos.

Todos los países pueden tener prácticas que, tras ser estudiadas y evaluadas, podrían ser replicadas y adaptadas a nuestra realidad. No corresponde sólo aspirar a los ejemplos entregados por Estados Unidos o países europeos, ya que son nuestros vecinos los que presentan realidades similares a la chilena. Dejaré al lector juzgar si, de acuerdo con los antecedentes expuestos, la situación de Colombia es o no comparable a la nuestra.

Sólo una reflexión final: ¿es éste el tema central del debate sobre delincuencia? ¿No habría sido mejor destinar todo el esfuerzo invertido en esta discusión a analizar cómo se aplicará en concreto la propuesta de modernización de la gestión en la seguridad ciudadana? ¿Cómo lograremos profesionalizar esta área, establecer genuinas rendiciones de cuentas públicas y exigir la evaluación de los programas en cuanto a su impacto en la delincuencia? Es de esperar que, en estas materias, el próximo Chile versus Colombia lo ganemos por goleada.
¿Con quién me entiendo?
Ignacio Walker

Bajo la presidencia de Patricio Aylwin la cosa era aparentemente más fácil: el «Miedo en Chile» (emblemático libro de la época, de Patricia Politzer), unido a las características de una transición que contaba con la presencia de Pinochet, el FPMR y el Lautaro, con el trasfondo de 17 años de dictadura y las complejidades propias de toda transición, hacían que el tema del "orden político", de las interlocuciones y los acuerdos, especialmente al interior de la coalición de gobierno, pero también en las relaciones con la oposición —la que estaba necesitada de una nueva legitimidad democrática—, fuese abordable de una manera razonable.

Con el Presidente Frei, entre otras cosas porque la transición había terminado y entrábamos en tierra derecha y "velocidad de crucero", el tema de las interlocuciones y de los acuerdos adquirió cierta complejidad. No obstante, la particular noción de ejercicio de la autoridad del Mandatario, lo que sin duda hay que anotarle a su haber, junto a un equipo ministerial de peso y unos dirigentes de partidos y parlamentarios que aún se presentaban en clave de colaboración más que de confrontación, permitieron niveles razonables de interlocución y de construcción de acuerdos.


La asunción del primer presidente socialista después de Allende hizo que, bajo el gobierno de Lagos, se desataran las primeras lógicas autonomistas, especialmente con la llegada de Adolfo Zaldívar a la presidencia del PDC. Su gobierno se vio tensionado desde los inicios, cuando un reconocido analista PS anunció una «ceremonia del adiós» que, en realidad, nunca existió. No obstante, en medio de la más severa crisis de su administración, la genialidad y la destreza de un político ciento por ciento, como Pablo Longueira, unido a un Pánzer de las características de José Miguel Insulza, convertido en una suerte de Primer Ministro de facto, facilitaron enormemente las cosas. Lagos terminó su período con un 6,3% de crecimiento económico, una aprobación de más del 60%, y la elección de una persona de las filas de la Concertación.


A Michelle Bachelet se le ha dado todo difícil. Desde la marcha de los pingüinos hasta el frustrado nombramiento de un ministro de la Corte Suprema, no ha habido tregua ni pausa. Un cuarto gobierno de la coalición gobernante contribuye por sí solo a desatar las lógicas autonomistas, con la aparición en escena de los "díscolos" y una sensación generalizada, a los pocos meses de asumir, de desorden político, especialmente en las filas de la Concertación. La dificultad para hacer valer los acuerdos en los más variados campos, que van desde la educación hasta el nombramiento del ministro Pfeiffer, pasando por las dos listas parlamentarias al interior de la Concertación y el Transantiago, entre otros ejemplos, hacen que todo haya sido cuesta arriba.

Sin duda que un cierto diseño inicial, con "gobierno ciudadano" de por medio, no contribuyó precisamente a que "las instituciones funcionaran", erosionando lentamente la base de acción de los partidos y el Parlamento. Tres cambios de gabinete —si sólo consideramos como tales a los cambios de ministro del Interior— y la enorme dificultad de lograr acuerdos y, más aún, hacerlos cumplir, primero, al interior de la coalición gobernante, y, luego, con la oposición, hacen que se plantee una pregunta de difícil respuesta para la Presidenta y sus ministros: ¿con quién me entiendo? Bajo un "presidencialismo de coalición" y una "democracia de partidos", que es lo que tenemos (aunque cada vez menos), no hay sustituto para la interlocución entre la Presidenta, sus ministros políticos, y los presidentes de partidos de gobierno y oposición. No hay sustituto para el buen funcionamiento de las instituciones. No se trata de golpear la mesa, sino del arte de gobernar, en el entendido que, en un período electoral como el de 2008-2009, los partidos tienen un arma no menor: la de designar, o no, a sus candidatos a parlamentarios. El próximo capítulo lo escriben el ministro René Cortázar y el Transantiago: será la prueba de fuego para medir la viabilidad de las interlocuciones y de los acuerdos, en un ambiente que debe transitar desde la histeria a la racionalidad política.


Nota de la Redacción:
Invitamos a nuestros amigos y amigas a revisar el porqué no le creemos a la Democracia Cristiana:
http://independientesxchile.blogspot.com/

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