sábado, 15 de noviembre de 2008

Pablo Rodriguez, Agustín Squella, dos notas de alto valor

Supremacía constitucional
Pablo Rodríguez Grez
Decano Facultad de Derecho Universidad del Desarrollo
El fundamento último de la validez jurídica radica en la Constitución Política de la República. Sus normas, las de mayor jerarquía, generalidad y abstracción, se cumplen y desarrollan a través de las leyes y los reglamentos, disposiciones todas que van singularizando progresivamente el mandato constitucional.

Chile ha tenido relativamente pocas constituciones en relación con otras naciones de este continente; ello, como consecuencia de la importancia que tuvo la Constitución de 1833, la cual fue sustituida por la de 1925. Esta última se aprobó en un plebiscito celebrado el 30 de agosto del mismo año, al que se llamó por imposición del inspector general de Ejército, Mariano Navarrete. El resultado fue magro: 127.484 votos por la aprobación; 5.448 por el rechazo; 1.490 en blanco, abstención 169.883. Total de inscritos: 302.304. La Constitución de 1925 adolecía de varios vacíos; el principal fue no establecer un período de transición, lo que facilitó un proceso anárquico que perduró hasta 1932. Recién entonces se aplica plenamente su normativa y se elige Presidente de la República a su principal inspirador, don Arturo Alessandri Palma.

Muy distinta es la historia de la Constitución de 1980, la cual recoge la dolorosa experiencia que vivió este país entre 1970 y 1973. Ella se aprobó en un plebiscito en el que participaron 6.271.868 ciudadanos. Los resultados fueron los siguientes: por la aprobación 4.204.879; por el rechazo 1.893.420. La crítica más recurrente fue la ausencia de registros electorales, pero nadie, en el fondo de su conciencia, podría negar que la consulta ciudadana interpretó el sentir mayoritario del país. La Carta de 1980 estableció un período de transición que rindió sus mejores frutos, preparando al país para el pleno restablecimiento del régimen democrático; se mejoró sustancialmente el catálogo de derechos fundamentales; se contemplaron los recursos judiciales para hacerlos valer; se consagró un Tribunal Constitucional con amplias prerrogativas; se arbitraron los medios para dar estabilidad a las leyes más importantes, etcétera.

Uno de los rasgos distintivos de la normativa en vigor es la defensa irrestricta del principio de "supremacía constitucional", sin el cual se debilita toda la estructura del Estado. Tres o cuatro de sus fallos, de entre 600, han suscitado ácidas críticas, lo cual era previsible atendida la índole de los problemas planteados (píldora del día después, aval del Estado a los créditos en favor del Transantiago, normas del Código Civil y del Código Procesal Penal). Lamentablemente, en su mayor parte estas críticas prescinden del análisis y la reflexión jurídica, poniéndose el acento en apreciaciones subjetivas y prejuicios ideológicos.

A propósito de la función que está desempeñando el Tribunal Constitucional, cabe destacar tres cuestiones altamente preocupantes. En primer lugar, una cierta hostilidad de las autoridades de la administración que, no obstante el tiempo transcurrido, aún no instan, debiendo hacerlo, por la dictación de su ley orgánica, lo que entraba muchas de sus actividades e, incluso, afecta sus instalaciones. En segundo lugar, la resistencia que no pocos personeros de gobierno ofrecen a sus decisiones, buscando resquicios o excusas para limitar el alcance de sus fallos. En tercer lugar, las constantes presiones políticas de que son objeto sus integrantes, muchas de la cuales evocan la carga negativa que dejó la abyecta campaña de desprestigio institucional en contra de la judicatura entre los años 1970 y 1973. A lo anterior debemos agregar el peligro de que una regulación excesiva de la actividad pública y privada pueda amagar o condicionar el ejercicio de los derechos esenciales garantizados en la Constitución, debilitando un modelo económico y político fundado en la libertad y la iniciativa privada.

Si realmente, más allá de las palabras y las consignas, queremos fortalecer la democracia y darle solidez y estabilidad, debemos comenzar por reconocer y respetar la tarea que corresponde al Tribunal Constitucional, sin el cual pueden burlarse las normas y principios establecidos en la Carta Magna, los derechos de los particulares y las limitaciones a que están sujetas las autoridades. Es por ello que será siempre positivo cuanto se haga por fortalecer el funcionamiento de los órganos que velan por el respeto irrestricto de la juridicidad; vale decir, la Contraloría General de la República, los tribunales de justicia y el Tribunal Constitucional.

Mejor capitalismo es menos capitalismo
Agustín Squella

Cualquiera ha podido darse cuenta de que, salvo excepciones, economistas y analistas en general no advirtieron la debacle económica que se avecinaba o la silenciaron por estar comprometidos, real o ideológicamente, con las prácticas que la ocasionaron. Esos economistas pecaron de ignorancia o de mendacidad, y ahora se agolpan para dar recetas acerca de cómo superar la crisis. De paso, y en otra muestra de impericia o encubrimiento, en pocas semanas han diagnosticado, en este mismo orden, un problema del mercado inmobiliario de EE.UU., una crisis financiera de ese país, una crisis más ampliamente económica que financiera y de alcance mundial, una simple desaceleración de la economía norteamericana, una recesión interna allí y, ahora, una recesión mundial.

Si todo lo anterior resulta sorprendente, también lo es la nula indignación que muestra la mayoría de los expertos, como si la crisis constituyera un inesperado fenómeno de la naturaleza. Si con toda razón analistas locales continúan mostrando indignación con el Transantiago, ¿cuántos transantiagos significa la actual crisis económica a escala mundial o sólo por referencia al impacto que ella ha tenido en Chile para millones de afiliados a fondos previsionales?

La crisis económica fue provocada por agentes financieros privados que se comportaron con la avidez de un jugador compulsivo al pie de la ruleta, percibiendo suculentos sueldos y participaciones por cada operación que efectuaban, independientemente de los resultados de éstas, tal como si un jugador en el casino recibiera un bono por cada jugada que realiza, sin importar los errores en que incurra con cada una de sus apuestas.

Grave responsabilidad en la crisis tuvo también la administración Bush y el fundamentalismo de mercado que la llevó a regular poco y a fiscalizar aún menos a instituciones financieras que se comportaban como si estuvieran en una sala de juegos. Con todo, hay algo de desvergüenza en quienes ponen toda la culpa de ese lado, en circunstancias de que son los mismos que siempre han sostenido que el Estado debe regular lo menos posible. Además, se trata de los mismos que ahora claman por un mejor capitalismo, pero se resisten a admitir que mejor capitalismo es menos capitalismo.

Y aunque no les guste escuchar la palabra codicia, e incluso la celebren como si se tratara de un bien, lo cierto es que no podrán sacársela de encima. Codicia no es ánimo de lucro, tal como gula no equivale a ganas de comer. Codicia es un afán desmedido por conseguir riquezas, así como gula equivale a comer sin límites. Y si algunos obesos mórbidos responsables de su condición se movilizan para que los servicios públicos de salud les provean gratis una operación salvadora, del mismo modo los codiciosos de Wall Street y su claque han corrido a tocar la puerta de los gobiernos para que sean éstos los que pongan remedio a una situación que ellos mismos provocaron.

Presentar la codicia como virtud es tanto como hacerlo con la temeridad. En este último caso, la virtud se llama valentía, y ella equidista tanto del defecto de la cobardía como del mal de la temeridad.


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