martes, 16 de septiembre de 2008

Notas para meditar

La sociedad de la (des)confianza
Alejandro Ferreiro

La confianza es mucho más que un pronóstico optimista racionalmente fundado. Es, también, un estado de ánimo que contribuye muy decisivamente a que el buen futuro acontezca. La confianza es, por tanto, un activo social, un ingrediente esencial de la receta del éxito en cualquier empresa que dependa, finalmente, de la voluntad humana.

La confianza en los demás es igualmente necesaria. Desconfiar del otro impone barreras, lo transforma más en adversario o amenaza que en amigo o socio potencial. La desconfianza paraliza y limita. Reduce las posibilidades de emprender colectivamente y termina por asociar el sentido de la vida a un mero proyecto individual, en el que poco pueden hacer por mí los demás, pero tampoco me importan. La desconfianza precede a la indiferencia y a la exclusión.

Surgen estas reflexiones a la luz de los últimos estudios y encuestas de los chilenos a 20 años del plebiscito. En estos años a Chile le ha ido bien. Entre 1987 y 2007 hemos aumentado de 3.608 a 13.588 dólares el ingreso per cápita ajustado por poder de compra (¡un 376%!), la pobreza se ha reducido en un tercio y casi ¾ de los chilenos son dueños de la vivienda que habitan. Pese a ello, los chilenos se muestran profundamente escépticos de las instituciones, y reducen su confianza en la capacidad del Estado para resolver los problemas fundamentales de la sociedad. Las encuestas marcan también que somos uno de los países de América Latina que menos confían en los demás.

El Estado, que finalmente, es la expresión de la acción institucional de las mayorías, habría merecido, quizás, una mejor calificación social. De hecho, probablemente, nunca ha sido más exitoso en la historia de Chile que en estos 20 años. Chile será el único país de la región que cumplirá con los objetivos del desarrollo del milenio definidos por las Naciones Unidas para el 2015. Y eso no es poco. Pero si bien la política ha sido buena, medida por sus principales resultados, las personas creen cada vez menos en los políticos, en las instituciones y en los demás. ¿En qué niveles estaría esa desconfianza, si el Estado y la política hubiesen realmente fallado estos años?

Esta profunda desconfianza debe preocuparnos. Y por varias razones. En primer lugar, se consolida en tiempos en que el país enfrenta, como nunca, la opción de dar finalmente el salto al desarrollo. Y ese no es el estado de ánimo que necesitamos para enfrentar las tareas y desafíos pendientes. Si el desánimo y la desconfianza nos desorientan o paralizan, Chile podría perder la inmejorable oportunidad histórica de llegar al desarrollo con inclusión social.

En segundo término, Chile requiere recrear un nuevo relato o imagen de futuro que nos convoque como nación con un sentido de urgencia y misión colectiva que reemplace en su rol orientador a la que nos convocó 20 años atrás: la recuperación democrática. Pero los sueños colectivos requieren confianzas colectivas: un propósito común convocante y motivador descansa en la disposición de sentirse parte de lo común. La desconfianza y el individualismo observados subrayan las dificultades —pero también la urgencia— de reconstruir una misión nacional que convoque y ordene los esfuerzos y la acción política futura.

Finalmente, la desconfianza en las instituciones revela una crisis de representación política en que el divorcio afectivo entre electores y elegidos resulta casi paradójico. Pareciera que ni el mejor de los políticos podría evitarlo. Es injusta, por cierto, la crítica dura, ciega y genérica que en ocasiones recae sobre los políticos. Pero es irresponsable desconocerla. Así como la demanda social en educación, salud y vivienda ya no es cobertura, sino calidad, igual cosa parece ocurrir en política. Ya no basta la democracia, ya no basta elegir. El nuevo estándar de exigencia es la calidad de la política. Las personas exigen más. Sólo un desempeño notable puede revertir las críticas... pero al menos sabemos cuáles son las exigencias. La gente exige soluciones y acuerdos. Exige verdad y austeridad. La gente espera desprendimiento. Es dura la tarea de representación política en una sociedad más exigente y con crecientes dosis de escepticismo y desconfianza. Pero no imposible.

En estos días, y a propósito del financiamiento para el transporte público, el Senado pone a prueba la capacidad de negociar y alcanzar acuerdos que es propia de la Cámara Alta. Soluciones espera la gente. Responsabilidad, para llegar a acuerdos sobre la base del análisis más riguroso y objetivo del problema y de sus soluciones posibles. Flexibilidad y generosidad, para salir de las trincheras si la solución está fuera de ellas.

En la “Sociedad de la confianza”, el político e historiador francés Alain Peyrefitte explica la brecha entre el desarrollo y el estancamiento por la presencia de valores sociales. Serían ellos los verdaderos impulsores del crecimiento. Entre ellos, la confianza en los otros sería el principal. Si Peyrefitte tiene razón, vaya desafío que tenemos por delante.

Una apuesta jugada, que no busca quedar bien con nadie (Educación 2020)
Cristina Bitar.

El fenómeno generado por Mario Waissbluth va más allá del problema de la educación; es una demostración palpable de que la gente, eso que también se llama la sociedad civil, está ansiosa de espacios de debate y participación distintos de los que le ofrece el sistema político convencional.

¿Dónde está la clave del movimiento “Educación 2020? En mi opinión, en que es una apuesta jugada, que no busca quedar bien con nadie ni trata de equilibrar intereses. Simplemente propone con convicción la solución de un problema que, por lo visto, a los chilenos les importa bastante más de lo que parece.

Aquí está buena parte de la esencia del problema de nuestro debate político. Está lleno de verdades a medias, nadie de la Concertación se atreve a decir que el Estatuto Docente es un fracaso peor que el Transantiago, porque reconocerlo sería reconocer un segundo error garrafal y la paternidad de ambos se asocia nada menos que al ex Presidente Lagos.

Nadie de la oposición se atreve a reconocer que el problema de la educación es también, y sustancialmente, un problema de recursos y que si queremos salir del pantano en el que estamos, vamos a necesitar más gasto público y en cantidades relevantes.

Allí radica el mérito de Waissbluth, que habló desde la independencia de la auténtica academia, y la gente, especialmente los jóvenes, sienten que por una vez alguien dice la verdad, sin cálculos, sin ventajitas pequeñas. El problema de nuestra clase política es que se ha acostumbrado demasiado a los acuerdos gatopardistas —si se me permite la expresión— en que todo cambia para que todo quede más o menos igual.

El desafío a los políticos, de la Concertación y de la Alianza, está lanzado, y cada día se suman miles de firmas que respaldan esta propuesta. Con ella se ha abierto un camino a la solución del problema de nuestra educación, pero también se ha abierto una ventana por donde entra luz al debate público. Hemos comprobado que se puede entrar al debate nacional desde distintas posiciones, y si se está dispuesto a quebrar huevos, hay mucha gente dispuesta a hacer tortillas.

Hay quienes ven en estos fenómenos un síntoma de que nuestra democracia está mal y que necesita cambios urgentes. Creo que no hay que sacar conclusiones fáciles. Es verdad que nuestra política está deteriorada y necesita cambios, pero no hay soluciones mágicas, ni siquiera en un eventual cambio de régimen político.

Lo que sí debemos trabajar es la manera de abrir espacio a otras formas de participación que pueden enriquecer el debate y acercar a las personas a lo público. La política convencional tiene que acostumbrarse cada vez más a competir por el liderazgo social con otros actores, con otras vías de participación, y tiene que ir haciéndose a la idea de que allí puede haber mucho más poder e influencia que en un cargo formal.

“Educación 2020” es un golpe de campana que despierta nuestro adormecido debate, nos propone una meta real, alcanzable; un sueño posible, difícil, pero posible. Además, nos recuerda que es el único camino, y que o lo tomamos o, de lo contrario, frustraremos a varias generaciones de chilenos.

¿Los candidatos presidenciales estarán a la altura de hacerse cargo del problema y de la solución de verdad, más allá de las fotos de campaña? Sería frustrante verlos tomando el documento a medias o tratando de sacar ventaja de lecturas parciales. Soy una más de los miles que ya son parte del proyecto “Educación 2020”, de los que le agradecemos a Mario Waissbluth y los alumnos que lo apoyan por darnos la oportunidad de ser parte de un sueño posible.


El voluntarismo nacionalista.

El grandilocuente anuncio de los presidentes de Brasil y Argentina anticipando la decisión del abandono del dólar como moneda para el comercio bilateral entre esos países, es solo otra muestra más de hasta donde puede llegar la impronta populista de los líderes de estas latitudes.

Plantear la eliminación de la moneda estadounidense para las transacciones comerciales bilaterales es simplemente una nueva demostración de que el nacionalismo latino sigue incursionando por aristas muy creativas.

Intentar disponer normativamente que el dólar estadounidense dejará de ser la moneda a través de la cual operarán en materia de comercio internacional Brasil y Argentina solo puede provenir de la demagogia más tradicional.

Como en tantas otras ocasiones, frente a decisiones similares, se tiene todo el derecho a dudar, si esto forma parte del desconocimiento acerca de cómo funciona el mercado, o si se trata de otra hipócrita puesta en escena del populismo sudamericano.

En el primer caso, hay que suponer que ambos mandatarios, creen férreamente que una norma alcanza para reemplazar una unidad de medida con la que piensan y operan los que a diario se ocupan de estos mercados. Desde lo formal probablemente, importadores y exportadores de estas naciones, terminen dando cumplimiento a los burocráticos procedimientos que la nueva regla imponga. Lo que no podrán evitar es que las empresas sigan "decidiendo" en dólares, definiendo valores teniendo como parámetro, tácito, la moneda internacional que intentan aniquilar ingenuamente los gobiernos.

En el segundo caso, saben a priori, que esto se agota en el mero anuncio, que solo refuerzan el espíritu nacionalista de sus huestes para darle consistencia a su electorado de origen. Saben, que la medida no resultará, pero esta "música" suena demasiado bien a los oídos de los votantes locales tanto en Brasil como en Argentina.

Toda una clase política es cómplice de esta forma de hacer las cosas. Incluida la oportunista oposición que se silencia por no opinar lo políticamente incorrecto.
Algunas declaraciones sonaron especialmente ridículas, como esas de quien, intentando elogiar la objetable decisión, fue más allá, diciendo que esto permitiría optimizar, economizar y agilizar la relación económica entre ambos países atribuyendo al anuncio, una simbología de "madurez regional".
Cuesta entender ese nivel de razonamiento. Siguiendo ese hilo conductor deberíamos pensar entonces que aquellos países que aun siguen operando internacionalmente en dólares mantienen "inmaduras relaciones comerciales" con otras naciones.

La integración internacional es saludable pero requiere de muchos menos prejuicios que esta payasada nacionalista. Por ahora solo asistimos a esta parodia llena de anuncios vacíos y superficiales.

La apertura económica requiere bastante más que esta insistente muestra de integración regional que mas parece una forma de cerrarse que de abrirse a los mercados. Esta manera de integrarnos, desnuda una bélica visión del comercio.

Los demagogos de turno creen que el comercio no permite integrar pacíficamente a las sociedades. Por el contrario viven los acuerdos comerciales como alianzas políticas planteando aquello de que se debe comerciar solo entre "amigos".

Recitan un discurso donde hay buenos y malos, pero demostrando su vigente incoherencia de ideas y valores, operan y acuerdan con dictaduras de toda índole. Ni siquiera tienen claro lo que piensan, o tal vez sea peor, lo saben pero sus visiones no resisten el más mínimo cuestionamiento racional porque caen por su inconsistencia.

El comercio internacional es una forma de integrar a las sociedades de un modo pacifico, tolerante y respetuoso. Comerciar con seres humanos a los que no conocemos, de culturas diferentes, con los cuales tal vez no acordemos en casi nada, es una demostración de que el comercio entre naciones es el lenguaje universal mas adecuado.
Pero la ambigua ideología imperante que mezcla ese falso nacionalismo con anacrónicas creencias económicas, sigue gobernándonos irremediablemente.

No lo hace, sin la anuencia de una siempre importante cantidad de ciudadanos que los votan de una u otra manera. El sistema de ideas que cree que integrarse a través del comercio es peligroso, sigue vigente. Viven las relaciones del comercio internacional como una forma de confrontar. Se habla de protección, cuando en realidad cerrar las fronteras al mercado internacional solo protege a los abusadores locales, que con sus ineficiencias cobran a los ciudadanos mas de lo que valen sus mercaderías.

Los que hacen lobby para evitar la integración son los ineficientes que precisan de políticas artificiales por parte del Estado para torcer el rumbo de lo que naturalmente sería la elección libre de los ciudadanos.

Hemos sido contaminados viralmente por razonamientos económicos como estos que nos enseñan que exportar nuestros bienes está bien y que importar esta mal, y que hacerlo en dólares nos hace imperialistas.

Creer que se puede disponer por normas, de cuestiones que se derivan de la credibilidad de una moneda es pecar de ingenuo, o lo que puede ser peor, abonar perversamente a establecer una lucha ideológica con símbolos como estos.

La demagogia populista solo ha dado otro paso más en esta línea. Se trata, una vez más, de otro anuncio del voluntarismo nacionalista.

Alberto Medina Méndez
Corrientes – Corrientes - Argentina

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