martes, 30 de septiembre de 2008

Después de la tormenta...

Después de la tormenta...
Alejandro Ferreiro

Una vez aprobado por el Congreso el plan de rescate negociado intensamente durante la última semana entre la administración Bush y las bancadas demócratas y republicanas —bajo la visación directa de los candidatos Obama y Mc Cain—, los mercados financieros mundiales podrán recuperar una parte de la calma y los niveles perdidos en las últimas semanas. La recuperación de la confianza y de la liquidez en el sistema financiero acotará las restricciones en el acceso al crédito, reduciendo el efecto de la crisis en el sector real de la economía mundial.

En tal caso, sus coletazos quedarán relativamente encapsulados y sus costos radicados, en proporción por definir —ése era el eje de las negociaciones en Capitol Hill—, entre el fisco norteamericano y los dueños de los bancos de inversión, inversionistas privados e institucionales y aseguradoras que, como AIG, se expusieron más de la cuenta al riesgo de cubrir la insolvencia de los morosos de hoy.

La redacción final del plan de rescate ha tomado en cuenta la necesidad de equilibrar los diversos objetivos buscados: recuperar confianza y liquidez de los mercados, radicar principalmente las pérdidas en quienes incurrieron en los respectivos riesgos, y acotar los costos para los contribuyentes norteamericanos y la economía mundial. Los políticos en Washington parecen haberse sobrepuesto a la dinámica de la campaña electoral y, pese al riesgo que supone apoyar un plan impopular a cinco semanas de las elecciones, han llegado transversalmente a un acuerdo rápido, previsiblemente eficaz, completo y políticamente digerible para todos.

Pero aunque el control de daños resulte eficaz, una cosa es cierta: al próximo presidente norteamericano le será imposible esquivar la presión y necesidad de proponer reformas regulatorias al sistema financiero. Probablemente, sus ya agotados estrategas y asesores de campaña estarán ahora identificando las bases de las propuestas de cambio regulatorio que serán ventiladas en el próximo mes de campaña.

La regulación, que casi siempre nace cuando se evidencia el fracaso de la autorregulación, es, a menudo, hija de una crisis. Pero cuando la fuerza de una presión pública enardecida termina por imponer una respuesta regulatoria más efectista que pertinente, el remedio puede ser peor que la enfermedad. Es imposible no recordar la Ley Sarbannes Oxley, aprobada con extraordinaria rapidez en julio de 2002, luego de la caída de Enron y días después de la quiebra de la empresa de telecomunicaciones Worldcom. Al igual que hoy, se hacía evidente entonces la necesidad de mejorar la regulación. Entonces, el foco estuvo en las funciones de auditoría, contabilidad y en el reforzamiento de la responsabilidad de los directores respecto del ambiente de control existente en las empresas listadas en bolsa. Si bien nadie dudaba en 2002 de la necesidad de “hacer algo”, es bastante menos claro que lo hecho haya sido lo óptimo. Muchas empresas norteamericanas soportan hoy los altos costos de aplicación de esa ley, y las empresas emergentes del mundo prefieren hoy listarse y levantar capital en Europa, especialmente en Londres, antes que incursionar en el NYSE.

El futuro presidente de Estados Unidos no tiene por qué apurarse. En enero de 2009 habrá decantado con más claridad lo que verdaderamente falló y cuáles son las respuestas pertinentes. En la agenda, probablemente, estará la conveniencia de avanzar hacia una regulación financiera integrada y a nivel federal —hoy los seguros son regulados y supervisados a nivel de cada estado—. Los derivados, hoy fuertemente desregulados, son candidatos a mayores controles. Las exigencias de capital de los bancos muy difícilmente podrán soslayarse en el futuro con cargo a los seguros de crédito que hoy han mostrado su colapso. En fin, incluso, es posible que el FMI renueve su disposición a convertirse en un regulador financiero a nivel global. En suma, las lecciones de la crisis de Wall Street inducen a pensar en una agenda regulatoria ambiciosa y determinante para el futuro de los mercados financieros. Así como una crisis global nos afecta a todos, las reacciones regulatorias resueltas en Washington tienen necesariamente un efecto extraterritorial.

Las elecciones en EE.UU. vienen en buen momento. Si bien fuerzan a apresurar las ideas programáticas fundamentales de lo que Obama o McCain piensen hacer al respecto, le dan al futuro presidente casi cuatro meses para elaborar propuestas necesariamente complejas, para luego contar con la fortaleza política del recién asumido para buscar su aprobación en el Congreso. Las evaluaciones críticas de la aplicación de la ley Sarbannes Oxley ayudarán a prevenir una reacción legal desproporcionada y contraproducente. Con todo, la magnitud de la crisis financiera y su impacto en los contribuyentes obligarán a revisar con prolijidad las causas profundas de lo ocurrido y a buscar soluciones inteligentes y eficaces. Ello puede llevar, incluso, a una nueva institucionalidad de regulación y supervisión a nivel global que aspire a superar las inconsistencias y limitaciones de los reguladores nacionales.

Después de la tormenta, entonces, vendrá la regulación.

Acount