miércoles, 12 de agosto de 2009

23 de agosto de 1939, por Joaquín Fermandois.



23 de agosto de 1939,
por Joaquín Fermandois.

Este día debería ser celebrado como una jornada de luto universal. Así lo afirmó el poeta Czeslaw Milosz en su discurso de agradecimiento por el Premio Nobel de 1980. Polaco, sentía que no sólo su país había sido avasallado por los dos dictadores, Hitler y Stalin, sino que había desaparecido como país independiente otra nación a la que también consideraba su patria, Lituania. Milosz, sobreviviente del alzamiento de Varsovia de 1944, después de la guerra colaboró con el régimen comunista, porque no veía otra alternativa para la supervivencia biológica de Polonia. Es interesante leer las últimas páginas de su libro “El pensamiento cautivo” (1952), escrito en el exilio tras romper con el comunismo, por las referencias que hace a Pablo Neruda, quien no veía nada de malo y sí mucho de bueno en lo cometido por Stalin en esa parte del mundo a partir del fatídico 23 de agosto de 1939.

¿Y qué había sucedido? El pacto nazi-soviético posibilitó el estallido de la Segunda Guerra Mundial, de cuyo comienzo se conmemoran 70 años; fue el origen más concreto de la división de Europa, consultada en dicho pacto por medio de protocolos secretos; el “gulag” se potenció con millones de erradicados de los países bálticos y Polonia; el Holocausto —el hecho político-moral más significativo de la guerra— pudo ponerse en marcha; Polonia perdió el 20 por ciento de su población como consecuencia de la guerra; centenares de miles de lituanos no volvieron del destierro en el círculo polar ártico.

Por décadas, incluso en los medios académicos occidentales era de mal gusto referirse a ese pacto, a pesar de que sacaban grandes lecciones morales del conflicto. Sus víctimas no estuvieron precisamente entre las favoritas del activismo por los derechos humanos.

El pacto, ¿nos dice algo hoy? Si el mundo no se despeñó a consecuencia de este atolladero, fue por la vitalidad y el poder de las sociedades anglosajonas. Inglaterra y, más que nada, por cierto, EE.UU. eran más fuertes que el desafío totalitario. No se trata de una realidad étnica, sino de una experiencia histórica, especialmente la del mundo estadounidense. No es que sean países que estén más allá del bien y del mal, ni mucho menos. Como es común en la historia, no siempre admirables instituciones internas garantizan una conducta excelsa en lo externo. Lo que sí ofrecen es que sus dilemas son sometidos a un debate público y sus instituciones, en general, muestran equilibrio de poder. La supervivencia de la democracia liberal moderna en el mundo depende —todavía— de que se sostenga su energía en esa parte del mundo.

¿Resulta algo extraño a nosotros? En nuestros países es más que conocida la tradición antiestadounidense, ciega y sorda. Ante ello, es bueno convocar a dos testimonios de nuestra historia.

Fray Camilo Henríquez sostenía que el “gobierno británico es un medio” entre la monarquía, la democracia y la aristocracia. “Es pues un gobierno mixto en que estos tres sistemas se templan (…). Su acción y reacción establecen un equilibrio del que nace la libertad”. Vicente Huidobro, asociado muchas veces al entusiasmo revolucionario en lo político, no parece haberlo expresado de otra manera en 1947, decantada su vida y su visión de las cosas: “Creo en la sinceridad democrática de los Estados Unidos, y pienso que los anglosajones serían los más aptos para dirigir un concierto de naciones unidas si ello fuese necesario para salvar a la humanidad; porque es evidente que ellos creen en la libertad y no tratarían de ahogar al ser individual en ninguna parte”. El innovador del lenguaje, ¿se puso reaccionario? No. Más bien, a toda vanguardia le es inherente una retaguardia.

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