miércoles, 19 de agosto de 2009

¿Iglesia “devaluada”?, por Gonzalo Vial.





¿Iglesia “devaluada”?,
por Gonzalo Vial.

Una encuesta de marcas (!) e instituciones indica un “importante deterioro en la imagen de la Iglesia chilena”. Ha provocado varios análisis, la mayor parte venidos de personas que —por respetables motivos— están incómodos con la Iglesia.

Todas dicen cosas parecidas. Por ejemplo, un conocido y reputado experto estadístico, en la revista Sábado del 8 de agosto, cree que está “fallando... el diálogo de la Iglesia con su pueblo”, por la “excesiva concentración” que su “discurso oficial” pone “en los temas de la moral sexual”. Ejemplo: “la fatigosa discusión de la píldora del día después y el aborto terapéutico”. Echa de menos “una voz de ayuda y guía para los conflictos de las familias en un país en que dos de cada tres niños nacen fuera del matrimonio tradicional... ¿Qué ofrece la Iglesia a esta mayoría de seres «irregulares»...?”. Halla sin embargo el analista “señales recientes al interior de la Iglesia (que) dan esperanzas sobre el futuro”. Una, la encíclica papal Caritas in Veritate. Otra, “la voz de importantes autoridades eclesiales, como la del cardenal Carlo María Martini”, pidiendo reformar “la enseñanza tradicional sobre el control de la natalidad, el celibato, la relación de la Iglesia con las familias divorciadas”.

Las apreciaciones anteriores muestran, creo, desconocimiento de lo que la Iglesia cree ser su naturaleza, su papel y su mensaje. Obviamente, esto solamente obliga y es oponible a los católicos. Pero los demás no pueden pedir que —para complacerlos— la Iglesia se comporte fuera de esa convicción, que dura ya veinte siglos.

El punto de partida de la Iglesia es la divinidad de Cristo, y que éste vino a salvarnos a través de su encarnación, vida, pasión, muerte y resurrección. «Salvarnos» consiste en que lleguemos a compartir la vida de Dios, lo cual exige del hombre seguir a Cristo. Y seguir a Cristo no significa encandilarnos emocional o sentimentalmente con él —aunque puede suceder y no es negativo en sí mismo—, sino obedecer sus mandamientos, seguir el modelo de conducta humana que plantea en el Nuevo Testamento. ¿A qué fin, si no, lo hubiera formulado Cristo? ¿Sería indiferente cumplirlo o no, para entrar con él a la vida divina?

Ahora bien, Cristo ya no nos acompaña físicamente, y desde que nos dejó se necesitaba —como se sigue necesitando hoy— alguien con potestad para declarar y aplicar esos mandamientos suyos en los nuevos tiempos y a las nuevas circunstancias. Cristo no habló, v.gr., de globalización, ecología, desarrollo sustentable, bioética, etc. —¿cómo podría haberlo hecho?—, pero su mensaje conductual se aplica a dichos temas, tan contemporáneos, porque vale para TODA conducta del hombre.

La entidad con MAGISTERIO para declarar y explicitar el mensaje de Cristo hasta que vuelva fue efectivamente fundada por El, quien le confirió esa atribución, según señalan los libros neotestamentarios. Es la Iglesia Católica de hoy, cuya continuidad con la de Cristo resulta históricamente indiscutible. Por lo demás, las otras religiones cristianas no reivindican el magisterio ni aceptan exista ninguno.

El Concilio Vaticano I, el siglo XIX, definió los precisos requisitos y procederes para dejar establecido QUIENES , COMO y EN QUE MATERIAS (exclusivamente de fe y de moral), dentro de la Iglesia, podían ejercer el magisterio suyo, que para los católicos es el de Cristo.

Esta larga digresión resulta indispensable para entender que el «discurso oficial» de la Iglesia no se guía por encuestas, ni por el favor mayoritario de un momento, ni por opiniones particulares —aunque sean “importantes”—, sino por el magisterio que a ella y sólo a ella toca, y que ha declarado acorde a sus propias reglas.

En la Historia, no son pocas las veces que los fieles, de hecho, se han apartado masiva o cuando menos significativamente del magisterio de la Iglesia, y ella —sin embargo— no ha podido dejar de proclamarlo. Porque, según entendía, un silencio suyo hubiera negado el mensaje de Cristo. Habría sido fácil y en apariencia exitoso no tocar ciertas llagas... pero era moralmente imposible para la Iglesia. Algunos ejemplos:

1.Durante medio siglo, desde León XIII (Rerum Novarum) hasta Pío XI (Quadragesimo Anno), la Iglesia difundió su «doctrina social», el mensaje de Cristo aplicado al funcionamiento de la sociedad, y en particular a las relaciones de empleadores y trabajadores, y derechos de estos últimos. Los pontífices siguientes continuarían haciéndolo.

En Chile, un sector importante de patrones católicos, imbuido de liberalismo, resistió sordamente, los años ’30 y ’40 del siglo pasado, la «novedad» de las primeras encíclicas sociales. Cuando el arzobispo de Santiago, José María Caro, recordó, citando Quadragesimo Anno, el derecho de los campesinos a sindicalizarse, fue criticado enérgicamente por ese sector (1939). Y de hecho no habría aquí sindicatos campesinos sino en 1967.

Mas no sólo los patrones resistían la doctrina social de la Iglesia. La Izquierda la acusaba de «amarilla», «apatronada», por defender la libertad de afiliarse o no al sindicato (fue el mayor cargo que hizo a la ASICH, del Padre Hurtado). Unicamente el sector campesino, al constituir el año 1967 sus sindicatos, tuvo libre afiliación. No menguó ella la efectividad de éstos. Posteriormente, la presidencia Pinochet generalizó la libertad sindical (1980).

Hoy pocos la discuten. Y ningún patrón católico, el derecho a sindicarse. La Iglesia tenía razón.

2.Durante el régimen militar, la Iglesia fue inalterable y enérgica defendiendo los derechos humanos, a comenzar por el primero y más esencial, el de vida. Los católicos partidarios del régimen, en general, no fuimos suficientemente decididos para apoyar esa actitud de nuestros obispos. Incluso, no raras veces, la criticamos. Nos quedará la inquietud —si no queremos llamarla remordimiento— de nuestra desidia, y de sus graves consecuencias. Pues la Iglesia, de nuevo, tenía razón, aunque esos días pareciera protagonizar una quijotada inútil.

3. ¿Y qué decir de la recién librada y perdida batalla de la Iglesia contra la ley de divorcio?
Dijo que esa ley desvalorizaría y destruiría el matrimonio, y así está sucediendo. Desde su vigencia, las disoluciones planteadas suman más o menos el 50% de los enlaces legales ocurridos en el mismo plazo. Simultáneamente, éstos disminuyen año tras año, a la par que aumentan los hijos nacidos fuera de la institución, hasta alcanzar el porcentaje (66%), raro en el mundo, que anota el mismo artículo que comento. De modo paralelo, crecen vertiginosamente los problemas de abandono del hogar; de pensiones alimenticias míseras y de todos modos impagas; de violencia intrafamiliar por la anarquía parental; de hijos que —desprotegidos— caen en la deserción escolar, los vicios y la delincuencia. Y fracasa de un modo completo, abismante, la «justicia de familia» que (se dijo) obviaría todas estas dificultades...

Tampoco ahora los católicos fueron unánimes para apoyar y ayudar a su Iglesia.

Legisladores de esa fe no sólo votaron sino que impulsaron el divorcio, contra el mandato formal y taxativo de Cristo: “Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”. Y no faltaron sacerdotes para escribir justificando aquella aberración. Objetivamente, sin embargo, fue peor, por su trascendencia, la postura de la única revista de pensamiento católico que existe en Chile: durante el último y álgido año de discusión doctrinaria y parlamentaria de la ley de divorcio, NO DIJO UNA SOLA PALABRA SOBRE EL TEMA.

Ha de haber sido amargo para la Iglesia ese abandono. Pero debía hablar, y habló. Como en los ejemplos anteriores, el tiempo le dará —ya le está dando— la razón.

El artículo de Sábado que he analizado contiene otras expresiones, arriba copiadas, que confirman el desconocimiento de lo que piensa la Iglesia. Por ejemplo:
A) El debate sobre el aborto terapéutico y la píldora del día después —dice— es “fatigoso” y de “moral sexual”. Pero en absoluto tiene que ver con ésta, sino con el DERECHO A LA VIDA, tan “fatigoso” de discutir como si se aplica los asesinatos de la DINA o la CNI.

B) La Iglesia nada reprocha ni puede reprochar a los nacidos fuera de matrimonio. En rigor, les da mayor acogida y cariño que a otros venidos al mundo en condiciones más favorables. Jamás los ha llamado “irregulares”. La “voz de ayuda y guía para los conflictos de las familias” no ha faltado ni falta a estos niños, pero sin que la Iglesia pueda silenciar que muchos de esos conflictos se relacionan con la falta de matrimonio, con el «emparejamiento» casual y frágil de sus padres, que es responsabilidad de éstos, no de los hijos.

C) La relación de la Iglesia con “las familias divorciadas” admite (supongo) mucha mejora, pero no, desgraciadamente, la que la mayor parte de ellas querría: el reconocimiento eclesial de la disolución del vínculo anterior. Pues el mandato del fundador, vimos, es claro, y el magisterio no puede desconocerlo... digan lo que digan las encuestas.


Tomado de Diario La Segunda.

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