martes, 4 de agosto de 2009

Tres comentarios imperdibles.....

Confundiendo medios y fines,
por Alejandro Ferreiro.

En 1513, Maquiavelo publicaba su controvertido manual para gobernantes: “El Príncipe”. Una frase de ese texto, pese a no ser el mejor reflejo de su contenido, se considera la primera defensa explícita del “todo vale” en política y del desprecio ético por los medios y las formas. Medio milenio después, nadie se atreve a afirmar en el debate público que “el fin justifica los medios”. Gran avance, por cierto, aunque en ocasiones se observan conductas —especialmente durante campañas agresivas— en que algunos parecen emular al viejo Nicolás. De cualquier modo, la relación entre medios y fines sigue siendo un tema central de la política y fuente de no pocas confusiones que dificultan debates y acuerdos.

Los fines de la acción política los resuelven los electores. Ellos eligen entre las diversas opciones programáticas que, en síntesis, se construyen sobre proporciones diversas de libertad e igualdad. En democracia, y pese a sus imperfecciones, los ciudadanos eligen los fines y, por lo mismo, tienen el derecho a esperar que ellos se concreten mediante los mejores instrumentos disponibles.

Los medios, por su parte, son múltiples, cada vez más complejos y, en muchos casos, sometidos a exámenes de efectividad por las mejores universidades y expertos del mundo. En las políticas públicas, como en cualquier otra ciencia, los avances del conocimiento y de la evidencia empírica son notables, aunque quizás menos conocidos.

Las mejores prácticas del buen gobierno —esas que se estudian, aplican y difunden en la OECD, y que por sí solas justifican nuestro ingreso a dicha organización— están, en su mayoría documentadas y probadas, disponibles para su adopción o adaptación por quienes tengan el mandato político de gobernar.

Cierto es que gobernar es, muchas veces, más un arte que una técnica, y que no siempre es razonable la importación de soluciones cuando los contextos difieren. Pero más cierto es que la ética política exige la mayor eficacia en la acción. No bastan las intenciones estériles. No sirve ofrecer “fines” si no se gestionan los medios con excelencia. Ni el tiempo, ni los recursos, ni la paciencia de las personas son infinitos. La eficacia en la acción es la dimensión más exigente de la ética política. Y, por ende, toda gestión por debajo de la mejor posible es una forma de corrupción. Hay demagogia cuando sólo se pone la vista en las promesas, pero se desprecia el análisis serio de cómo transitar hacia su concreción. Y hay obcecación, intransigencia e ideologismos cuando en el debate algunos se enamoran más de los medios que de la búsqueda desapasionada, abierta y rigurosa de la mejor manera de alcanzar los objetivos.

Es cierto, el fin ya no justifica los medios, pero sí debe subordinarlos, y exigirles excelencia en diseño y ejecución. De otra manera, los fines seguirán esperando. Más de lo debido, más de lo que muchos pueden esperar.

Y para no perderse entre medios y fines, lo mejor es partir por no confundirlos. Un buen ejemplo actual de aparente confusión entre medios y fines es el relativo a las indemnizaciones por años de servicio. Ellas son, desde luego, un medio para cubrir los ingresos perdidos por el trabajador despedido. Pero existen otros. Y probadamente mejores para cumplir ese fin. Sí, se puede lograr el “milagro” de mejorar la protección efectiva a los trabajadores y evitar la pesada carga que para los empleadores significa pagar indemnizaciones precisamente en tiempos de vacas flacas. Se puede, pues, avanzar paralelamente en crecimiento y equidad, en protección a los trabajadores y dinamismo del mercado del trabajo, si optamos por combinaciones más eficientes de seguro de desempleo, ahorro en cuentas individuales y aportes mensuales de los empleadores. Así lo demuestran múltiples estudios de quienes han analizado el tema con el rigor que cabe exigir a los “medios” en las políticas públicas.

¿Y qué impide mejorar el sistema? La confusión entre medios y fines que manifiestan algunos, desde el mundo político y sindical, al definir a las indemnizaciones por años de servicio como una conquista intransable de los trabajadores (frase, por cierto, cuyo simbolismo épico es más propio de fines que de medios). Claro, fue una conquista para los trabajadores en tiempos en que el país no tenía, ni podía quizás financiar, un sistema de seguro de cesantía suficiente. Era una conquista en tiempos en que no teníamos experiencia con la cuenta de indemnización a todo evento que beneficia hoy a las trabajadoras de casa particular. Pero hoy, superadas por la evidencia de las distorsiones que genera en el mercado laboral y por la existencia de opciones claramente mejores, han dejado de ser un medio idóneo para el fin que las justificó décadas atrás.
Pero allí están: inmunes a las críticas y al debate, blindadas ante la evidencia de sus imperfecciones y obsolescencia. Muy malo es que el fin justifique los medios. Pero nada bueno ocurre cuando los medios se sacralizan y confunden con los fines.


Más impuestos quieren,
por Juan Andrés Fontaine.

La única manera segura de financiar la protección social y las inversiones públicas que ofrecen las candidaturas presidenciales es con un crecimiento vigoroso de la actividad económica y el consiguiente aumento de los ingresos fiscales. Pero como el crecimiento acelerado exige trabajo arduo y muy bien hecho, subir los impuestos puede parecer atractivo. La candidatura de la Concertación aboga por más y más Estado, y sabe que, tarde o temprano, ello significaría más y más impuestos. En su variante díscola, representada por la postulación del diputado socialista Enríquez-Ominami, aunque plantea ciertos cambios tributarios interesantes, a fin de cuentas también favorece una mayor tributación. ¿Tiene en verdad Chile espacio para elevar la carga tributaria sin dañar su capacidad de crecimiento?

Es frecuente justificar tal pretensión aduciendo que la recaudación tributaria en Chile, equivalente a más de 18% del PIB el 2008, según la Dirección de Presupuestos, es comparativamente baja y representa la mitad de la observada, en promedio, entre los países más avanzados, pertenecientes a la OCDE. Esta comparación es incorrecta. En primer lugar, porque es menester excluir de esta última a las imposiciones para la seguridad social, que en nuestro caso no constituyen un impuesto. Esto implica deducir en nueve puntos porcentuales la tasa comparable de la OCDE, a 27% del PIB. En segundo lugar, porque esos países son considerablemente más ricos que Chile. Muchos de ellos, cuando exhibían nuestro nivel de desarrollo, tenían tasas tributarias similares o inferiores a la nuestra. Es el caso de Estados Unidos, Japón, Corea del Sur, España, Italia, Grecia y Portugal. Ellos optaron luego por satisfacer la creciente demanda por bienes públicos ampliando la burocracia estatal y los impuestos. Nosotros, y con buenas razones, hemos preferido la provisión privada —pero financiada con imposiciones obligatorias— de la previsión y, parcialmente, la salud. Otros ejemplos de bienes públicos que no se financian con impuestos son la infraestructura concesionada y los programas educacionales o culturales solventados con donaciones privadas y el correspondiente crédito tributario. Nótese que ambos provienen de acertadas leyes aprobadas durante los gobiernos de la Concertación, que convendría extender a otros rubros.

A diferencia de lo que muchos sostienen, en Chile los impuestos que soportan las empresas no son bajos: equivalen a 4,5% del PIB, más elevados que el 3,9% del promedio de la OCDE. Es cierto que la tasa de 17% de primera categoría es comparativamente baja —aunque superior al 12,5% que ha ayudado a Irlanda a ponerse a la cabeza de Europa—, pero su aplicación acá es más amplia y uniforme que en otros países.

La gran diferencia entre la carga tributaria observada en Chile respecto de los países desarrollados no está en las empresas, sino en las personas naturales. En efecto, éstos recaudan nada menos que ocho puntos adicionales sobre el PIB: seis puntos por mayores impuestos a la renta y dos por bienes de consumo, IVA incluido. Ello es posible en tales países, sin recurrir a tasas tributarias exorbitantes, sólo porque cuentan con una distribución de la renta más pareja y extraen mucho más recaudación de los sectores de ingresos medios. Mucho aclararía el debate político que quienes nos proponen emular la trayectoria de creciente gasto público y elevados impuestos de, por ejemplo, los países europeos, nos contaran toda la historia: allá es la clase media la que soporta una carga tributaria mucho más pesada que la nuestra.

Últimamente, la idea de una tasa plana de impuestos a la renta, o “flat tax”, ha encontrado adeptos en variados sectores. Pero la verdad es que en Chile prácticamente ella ya existe y a tasa cero: de acuerdo al SII, más del 80% de los contribuyentes pagó cero impuesto a la renta en el año tributario 2007. En cambio, un mero 0,6% —unas 60.000 personas— cayeron en los tres tramos superiores de la tabla, cuyas tasas marginales van desde 32 a 40%. Como estímulo a la iniciativa personal, sería positivo moderar y aplanar dicha escala, pero, admitamos, los números involucrados restan prioridad al tema.

En cambio, hay que alertar que las propuestas de “flat tax” suelen traer consigo un alza del impuesto a la renta de las empresas, para igualarse al tramo superior aplicable a las personas. En mi opinión, tal reforma sería un error. Nuestra estructura de impuestos grava con un 17% a las utilidades retenidas o reinvertidas, mientras que hace a las utilidades distribuidas sumarse a los restantes ingresos del accionista y tributar según las (elevadas) tasas de impuestos personales, previo descuento de lo pagado a nivel de la empresa.

Este diseño tributario ha servido enormemente para estimular el ahorro empresarial (que así se salva de la doble tributación que sufren los ahorros personales), para favorecer el financiamiento de las empresas vía capital propio en lugar de endeudamiento (y esa fortaleza patrimonial vaya que nos ha ayudado a sortear recesiones como la actual) y para impulsar la inversión, especialmente entre las empresas medianas y pequeñas, con acceso más limitado al crédito. Nótese que, como el 17% cobrado a las empresas es un mero anticipo a lo que eventualmente pagará el accionista, sus incrementos (o reducciones) no alteran sustancialmente los ingresos estructurales del fisco y no permiten solventar gastos públicos permanentes.

Se arguye que el alza e igualación de tasas tributarias de personas y empresas lograría mayor equidad horizontal. Nada impide establecer un incentivo tributario semejante, aplicable a todos los contribuyentes de los impuestos personales. Se argumenta también que la igualación de tasas terminaría con cierta elusión de impuestos amparada por la estructura actual. El SII cuenta con todas las atribuciones para fiscalizar y castigar los abusos que puedan efectuar los inescrupulosos. Y, desde luego, si éstas fuesen insuficientes, habrían de ser reforzadas. Pero la argucia más común, que es hacer pasar consumos propios por gasto de alguna sociedad personal de inversión, afecta directamente la base imponible y en modo alguno se contrarrestaría elevando la tasa aplicable a las rentas de las empresas.

Entre 1984 y 1990, la tasa del impuesto sobre las utilidades retenidas bajó desde 40% a cero y favoreció el notable incremento en el ahorro privado, desde 15% a 20% del PIB. Luego, dicha tasa fue elevada paulatinamente hasta el 17% actual, lo cual puede haber contribuido al reciente debilitamiento del ahorro privado, hasta tan sólo 13,5% el año pasado. Si en verdad queremos reanudar la carrera al desarrollo necesitaremos elevar la inversión y las exportaciones, lo cual no será posible sin un importante incremento en el ahorro, capaz de sostener bajos los costos de capital y alto el valor real del dólar. Elevar la tributación sobre las utilidades reinvertidas es una idea contraproducente.

EE.UU. y China diseñan el siglo XXI
por Karin Ebensperger.

Se inició un diálogo entre China y Estados Unidos que va a tener consecuencias políticas gravitantes, porque ambas potencias parecen tener voluntad y decisión de diseñar el mundo según sus intereses.

En la reunión sobre los principales asuntos económicos y estratégicos en Washington, el Presidente Barack Obama expresó: "Las relaciones entre China y EE.UU. determinarán el siglo XXI".

Es muy interesante que dos núcleos de poder tan enormes y distintos en su esencia estén en una actitud de cooperación. Aún está muy cercana la época en que el mundo era bipolar, en una confrontación titánica entre la ex Unión Soviética y EE.UU. Por eso es loable que los presidentes Barack Obama y Hu Jintao decidan crear un foro permanente, para tratar asuntos como la proliferación nuclear, el terrorismo, el cambio climático o la crisis financiera. Hemos mencionado muchas veces en estas columnas que los problemas que enfrenta hoy la humanidad son de tal magnitud, que requieren una colaboración razonable de quienes ostentan el poder y los recursos principales.

Lo destacable es la actitud política, la conciencia manifiesta de tratar de buscar esa cooperación. Porque en la práctica existe una feroz competencia por los mercados y por lograr una hegemonía militar. EE.UU. quiere influencia en Asia, China aumenta la suya en África y Latinoamérica, y ambos tienen regímenes tan distintos como pueden ser una longeva democracia y un partido totalitario, aunque este último se haya abierto a la economía de mercado. En rigor, Washington y Beijing se analizan mutuamente con suspicacia, principalmente porque la falta de garantías y derechos personales en China son muy criticados en EE.UU., lo que es percibido por la dirigencia de Beijing como una injerencia en sus asuntos internos. Las recientes y trágicas protestas étnicas en la provincia de Xinjiang son un ejemplo de la complejidad china.

La economía es tema fundamental. Beijing es el principal financista de la deuda norteamericana a través de la compra de bonos, y EE.UU. pretende un mejor acceso al mercado chino a medida que aumenta el consumo en ese país. Se necesitan mutuamente. También requieren lazos de entendimiento en el campo militar, para evitar tensiones entre dos potencias que reúnen gran parte del arsenal mundial, y para hacer frente a las redes terroristas.

Así como el viaje del Presidente Nixon a China en 1972 y su reunión con Mao Zedong fue un momento decisivo en la historia de la Guerra Fría del siglo XX, hoy la voluntad de entendimiento entre Washington y Beijing es mirada también con gran alivio. La peor noticia sería el inicio de una segunda Guerra Fría, aunque sólo fuera en el ámbito comercial. La voluntad de cooperación entre esos dos gigantes -si prospera- será clave para la estabilidad política y económica mundial.

Acount