sábado, 8 de agosto de 2009

Salieron mal los economistas, por Agustín Squella.



Salieron mal los economistas, por Agustín Squella.

Publicado también por este diario,(El Mercurio) el comentario de The Economist acerca de qué salió mal con la economía acierta en un punto: no es razonable pasar del endiosamiento de la economía que prevalecía antes de la crisis a la satanización de que algunos querrían hacerla ahora objeto. Como tampoco habría que pasar de prestar excesiva atención a lo que hasta ayer decían los economistas a no prestarles hoy ninguna. En esto, como en tantas cosas, no deberíamos dejarnos llevar por la funesta ley del péndulo, aunque en el caso presente ayuda poco la escasa autocrítica que respecto de sí mismos y de su ciega confianza en el espontáneo funcionamiento de los mercados muestran economistas que, con descomedida arrogancia, sólo fueron capaces de ironizar ante aquellos de sus colegas que vieron venir la crisis, y que, como Joseph Stiglitz, por ejemplo, denunciaban el beneplácito que el gobierno de Bush mostraba con la temeraria codicia de un sector financiero mal regulado y hasta incógnito para quienes tenían la responsabilidad de fiscalizarlo. Escasa autocrítica, e incluso censurable y mal calibrado oportunismo, como el de algunos economistas locales de oposición a los que sólo faltó sobarse las manos al pronosticar para 2009 todo lo contrario de lo que realmente ocurrió: que los chilenos culparían al gobierno de los efectos de la crisis y retirarían su apoyo a la Presidenta Bachelet.

Es un hecho que la mayor parte de los economistas no fueron capaces de prever la crisis y que luego la diagnosticaron mal una y otra vez. Pero quienes no supieron prever ni diagnosticar podrían ahora ponerse de acuerdo en los remedios —cosa que ciertamente no ocurre—, todo lo cual hace dudar de si un saber que no es capaz de prever, de diagnosticar ni de proveer soluciones —como sería el caso de la economía— puede continuar siendo enseñado como si se tratara de una ciencia.

Sin embargo, no es hora de pasar cuentas ni de inferir conclusiones precipitadas, aunque sí de pedir a los economistas de corte neoliberal una mayor cuota de humildad y autocrítica que la que han mostrado hasta ahora. Humildad, señalo, y también autocrítica (¿acaso una ciencia no funciona sobre tales presupuestos?), aunque no para humillarse, sino para sincerar los límites del saber que cultivan y los intereses, sean éstos materiales (los economistas, además de las salas de clases, están muchas veces en los negocios) o ideológicos (los economistas no son nunca neutrales), que condicionan sus planteamientos o la falta de éstos. Humildad, asimismo, para dejar de invadir con su lenguaje y categorías de análisis otros ámbitos de la vida —como la política, la educación, la seguridad, la familia—, algo que se ha visto facilitado por quienes, sin ser economistas, se han dejado seducir por análisis económicos tan empobrecedores, o simplemente pueriles, como que las elecciones que se hacen en democracia constituyen el mercado del voto, o que la única finalidad de la educación es conseguir buenos puestos de trabajo, o que la sanción es el costo que para el delincuente tiene el delito, de manera que para disminuir la delincuencia sólo hay que aumentar las penas, o que el adulterio masculino —como escribió nada menos que un Premio Nobel de Economía— disminuye cuando los hombres se dan cuenta de que mantener dos mujeres resulta más caro que hacerlo con una sola.

Si la reputación de los economistas ha quedado por los suelos, donde estaba ya la de los políticos, lo que se precisa ahora es que se levanten, apoyándose unos en otros, y que se pregunten si acaso los agentes económicos no deberían competir de una manera menos primitiva y egoísta de como lo hacen quienes viven sólo para maximizar, cualquiera sea el precio que paguen los demás, su propio y exclusivo beneficio.

(Tomado de Diario El Mercurio)

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