martes, 2 de diciembre de 2008

Dos excelentes notas de comentario

Crisis económica, dimensiones y luz al final del túnel (I parte)
José Ramón Valente
mi opinión, a pesar de que la actual es conocida como “crisis sub prime”, esta crisis no se origina en el sector inmobiliario de EE.UU. Por el contrario, se podría decir que dicho sector es solamente el primer infectado de esta epidemia. Esta es, y siempre fue, una crisis global generada por la incapacidad del mundo y sus estructuras económicas y financieras de absorber los vertiginosos cambios que suponen la conjunción de los impresionantes avances tecnológicos generados por el hombre, particularmente por aquellos que viven en Silicon Valley, la rápida incorporación de millones de personas en los países emergentes, particularmente China e India, a labores sustancialmente más productivas que las que realizaban en la economía rural de subsistencia, en la que se encontraban operando, y la globalización del comercio mundial, que llevó —hace algunos pocos años— a Thomas Friedman a afirmar que el mundo era plano, en el sentido que las distancias se habían acortado y las fronteras se habían borrado en cuanto a la interrelación económica de los países de todo el mundo.

Esta verdadera trilogía virtuosa —revolución tecnológica, mano de obra barata y globalización— produjo un aumento importante del crecimiento y de la riqueza mundial. De hecho, el quinquenio 2003-2007 es el período de mayor crecimiento económico mundial del que se tenga conocimiento. Este lapso es el sueño hecho realidad de Francis Fukuyama, autor del libro “El fin de la historia”, en el que afirma que la única ideología vigente después de la caída del Muro de Berlín es la economía de libre mercado. Lamentablemente, como dije antes, el mundo fue incapaz de absorber sin tropiezos la impresionante creación de riqueza que trajeron estos cambios. El primer error fue suponer que el acelerado avance de la ciencia, la transformación china y el avance de la globalización podían proyectarse linealmente hasta el infinito. En otras palabras, demasiada gente declaró la muerte anticipada del ciclo económico y supuso que los avances económicos observados a partir del 2003 podían seguir al mismo ritmo por siempre o al menos por muchos años más. De esta manera, la riqueza percibida aumentó mucho más que la riqueza generada. Cuando eso ocurre, la gente tiende a girar a cuenta del futuro, y eso es precisamente lo que sucedió.

El mundo aumentó fuertemente sus niveles de consumo. En los países desarrollados, particularmente en EE.UU., el consumo se elevó por encima de sus niveles de ingresos. Esto no fue problema en un comienzo, porque a pesar de que el aumento en el consumo en países como China, India, y más tarde los países exportadores de petróleo y materias primas, fue también muy rápido, éste era inferior al incremento de sus ingresos. De manera que estos países emergentes no tuvieron problemas para transformarse en financistas del exceso de gasto de los países desarrollados. Este proceso se extendió por varios años, hasta alcanzar niveles que resultaron inmanejables. El exceso de gasto sobre sus ingresos en EE.UU. llegó en el 2006 a la cifra astronómica de US$ 900 mil millones.

Como el mundo estaba girando a cuenta de la riqueza futura, y ésta era percibida como muy alta en relación con la riqueza actual, los precios activos, que justamente reflejan el valor presente de todos los ingresos futuros que puede reportar dicho activo, ya sean éstos el arriendo de una casa o las utilidades de una empresa, se elevaron en forma exorbitante. Esto ocurrió tanto con el precio de las casas en Miami, California y Las Vegas, como con el valor de las acciones en China, Brasil y Rusia. Los cantos de sirena de este nuevo paradigma mundial llevaron a los inversionistas incluso a pagar altos precios por activos de tan dudosa reputación como los bonos de Argentina y Venezuela.

Por su parte, el aumento del gasto derivado de esta percepción exagerada de riqueza llevó a toda clase de cuellos de botella en la producción mundial, lo que se reflejó en alzas en los precios de los alimentos, los fertilizantes, los metales, el petróleo, el acero, etc. En un principio, este fenómeno reforzó la idea de que la bonanza mundial estaba para quedarse, y le dio un segundo impulso al precio de los activos, sobre todo en aquellos países productores de los bienes que escaseaban a nivel mundial y aceleró incluso más el consumo de todo tipo de bienes a nivel mundial. Pero, con el tiempo, las alzas de precios generadas por estos cuellos de botella dejaron en evidencia que el mundo no estaba preparado para un crecimiento tan acelerado y que inevitablemente tendría que hacer una pausa.

La pausa llegó primero a los países desarrollados, porque sus mercados de capitales más grandes y líquidos que los del resto del mundo en desarrollo fueron los que canalizaron los gigantescos flujos de dinero que fluyeron entre los países emergentes, productores de bienes y servicios de bajo precio y de excesos de caja, y los países desarrollados, productores de activos financieros donde se podía invertir dichos excesos de caja y consumidores compulsivos de las baratijas chinas. Cuando la aparición de la inflación mundial hizo evidente la necesidad de una pausa, el precio de los activos dejó de subir, el gasto dejó de aumentar y los excesos de caja dejaron de llegar. El negocio del sector financiero de los países desarrollados se desvaneció como la espuma y con el patrimonio de sus accionistas.

La crisis necesariamente debía extenderse a todos aquellos activos cuya valorización fue realizada suponiendo que no habría pausa en la trilogía virtuosa. Si el mundo no seguirá creciendo a 5% al año por los próximos veinte años como se había supuesto, los precios del petróleo, el cobre, la soya y la leche deberían caer y, con ello, las acciones en Chile, Australia, Canadá, Rusia, Brasil y muchos otros países exportadores de materias primas. Si China no siguiera creciendo a 11% al año por los próximos veinte años, entonces no podríamos venderle un computador, un auto y un televisor a cada chino, como se había pensado, de manera que sobran autos, computadores y televisores en el mundo. Por lo mismo, las acciones de Microsoft, General Motors y Sony también tenían que caer.

A estas alturas, ya no hay duda de que estamos ante una crisis global, pero entender las causas de ésta nos puede ayudar a entender las dimensiones y ramificaciones de la crisis, poner en perspectiva la posible salida de la misma. Para esa II parte, habrá que esperar hasta el lunes 15. Continuará…

Macaya, Mamiña: pueblos que dejan huella
Margarita María Errázuriz.

«Macaya, la niña de mis ojos», «Mamiña, donde conversan los santos» son los títulos de unos documentales realizados a partir de la reconstrucción de iglesias del norte del país que se cayeron con el terremoto de 2005. En ellos se da cuenta de la vida en esos pueblos.

La oportunidad de ver esos documentales antes de que salgan a la luz pública fue un privilegio. Los títulos ya expresan la poesía de esos lugares; la simpleza de la vida de sus habitantes muestra almas llenas de una riqueza interior que conmueve profundamente. Las imágenes llegan directo al corazón y dejan en el aire más preguntas que certezas.

Estos documentales rompen el mito de que nuestro país carece de una cultura ancestral de la cual sentirnos orgullosos. Retablos, imágenes sagradas, ropajes para cada santo... las iglesias de Mamiña y Macaya son testimonios de una cultura que tiene su propia riqueza. En la iglesia de Mamiña hay catorce imágenes religiosas policromadas, antiguas y hermosas; cada una tiene al menos tres distintos ajuares, cual más antiguo y recamado que el otro. En esos templos se festejan sus santos y se celebran fiestas que hablan de tradiciones fuertemente arraigadas y de comunidades que encuentran su sentido en ese legado. Incluso, hay un Cristo cuyo cuerpo es articulado de tal manera que permite un descendimiento de la cruz, acto que se realiza siempre el Viernes Santo.

A la luz de los recuerdos que se guardan en estos pueblos, nuestro concepto de falta de riqueza cultural puede ser más fruto del descuido que de pobreza. No se trata de compararse con los mayas o los incas, pero tampoco de subvalorarse. Estamos hablando de testimonios de un pasado que tiene una valiosa historia y tradición, en el marco de un país sin tantos recursos. Por ahora, quedará en el aire la pregunta de si lo que vimos son sólo muestras de un pasado con más esplendor que el que conocemos —que no tenemos cómo dimensionar— o si éstos son los únicos enclaves de nuestro patrimonio de esa época.

La maravilla de estos documentales es que logran encantar con un paisaje devastado por una tierra que tiembla, poco productiva y donde domina la soledad. El encantamiento se apodera de uno con sus personajes inolvidables. Hay momentos —como el de un entierro escoltado por los hombres del pueblo tocando instrumentos que llaman a queda— en que la emoción es tan profunda, que uno siente que penetra en el alma con una exigencia de silencio. En otro momento, un joven profesional habla del sentido que tiene para él la vida y cómo, en su opinión, ésta se justifica al hacer una contribución social valiosa. Esa necesidad lo impulsa a volver a su pueblo. “Cuando estaba en Santiago, había miles de personas que aportaban lo mismo que yo; aquí es distinto, se me necesita”. El mundo sería otro si todos pensáramos así.

En mi opinión, más allá del patrimonio cultural de esas comunidades, su verdadero valor está en su gente. No sé lo que les pasó a los demás que vieron los documentales esa tarde. Por mi parte, quedé con la sensación de que el espíritu de cuerpo de esos pueblos, de compartir y de hacer propio el dolor del otro, es parte de un mundo que fue nuestro, pero que perdimos en aras del progreso.

El discurso que todos repetimos como verdad de fe es que la modernidad está por encima de esa vida rústica, si se quiere llamarla así, y simple. Sin embargo, uno se siente incómodo si se mira a sí mismo y se compara con esas personas profundas, sensibles y nobles. Me gustaría saber qué nos ha llenado tanto la vida como para justificar la mayor dureza de nuestra alma, y si vale la pena el precio que hemos pagado por ello. No hay duda de que éste es el gran cuestionamiento a que nos enfrenta la vida de esas comunidades del norte.

Por otra parte, hay que recordar que el desarrollo social se limita cuando nuestro mundo interno se empequeñece. O sea, no todo es ganancia con la modernidad; cuesta resignarse a que, para alcanzar sus promesas, se pierda una riqueza de espíritu como la que tiene esa gente sencilla. Casi siento la necesidad de enumerar sus beneficios para estar segura de que valen la pena.



Acount