sábado, 13 de diciembre de 2008

¿No será mucho?

¿No será mucho?

Alejandro Ferreiro

 

En torno al diseño y puesta en marcha del Transantiago se han cometido muchos errores. Demasiados, quizás. Pero ninguno, creo, de mala fe. Se hizo mal lo que se quiso y pudo hacer bien. Cuestión de culpas, bastante gruesas por cierto, pero no de dolo.

Ahora, y en torno al pago del préstamo concedido por el BID, estamos cerca de provocar un nuevo estropicio. Pero en este caso, nadie podrá excusarse en supuestas buenas intenciones. Luego del fallo del Tribunal Constitucional, y más allá de las discusiones jurídicas e intereses políticos que el asunto suscita, la obligación de pagar el crédito al BID le corresponde finalmente al Estado. Si bien el Tribunal cuestiona que el crédito no se haya cursado en el marco de una ley que lo autorizara, no puede entenderse que esa objeción habilita al Estado de Chile para no devolver lo que efectivamente fue transferido para financiar un servicio público deficitario. Ello equivaldría a una absurda combinación de enriquecimiento sin causa y mala fe en el cumplimiento de los contratos internacionales. Chile deberá devolver lo que se le prestó. Daña nuestro prestigio que, por razones de política o derecho interno, se trabe el debido cumplimiento de nuestras obligaciones internacionales.

No corren tiempos para bromas. La incertidumbre financiera internacional obliga a actuar con máxima responsabilidad y prudencia. Poco se parece a esto la actitud opositora de negar, primero, el financiamiento legal para el Transantiago y cuestionar simultáneamente que se pueda pagar el crédito del BID con cargo al mecanismo de excepción y urgencia del 2% Constitucional. ¿Qué se quiere? ¿Que el BID declare el default de la deuda, acelere su cobro, y demande a Chile en tribunales internacionales? Este riesgo existe y crece en la medida en que no se logre una solución adecuada. En rigor, el mismo fallo del Tribunal Constitucional configura una causal que le permite al BID demandar el cobro total del crédito.

Algunos podrán culpar del problema al gobierno por querer eludir el camino de Parlamento. Pero, ¿qué viabilidad tenía insistir en el Congreso luego que este aprobara la risible e irónica cifra de $1.000 para el Transantiago? Forzado por las circunstancias, el Ejecutivo recurre al BID mediante una operación en que una cuenta privada de la Administradora Financiera del Transantiago (AFT) aparece como deudora principal. Esta figura, ingeniosa y audaz, e incluso visada inicialmente por la Contraloría, se desplomó finalmente con la declaración de inconstitucionalidad de los decretos relacionados con la operación.

Como sea, el BID cursó el crédito confiando en el aval implícito de un país serio. El dinero se utilizó para financiar el déficit operacional y, en definitiva, se tradujo en subsidio a los usuarios del Transantiago. El gobierno debe y quiere pagar, pero en la medida en que la oposición siga negando los caminos propiamente legales para hacerlo –y máxime si se objeta el uso del 2% constitucional para estos efectos– se puede arrastrar al país a un absurdo y bochornoso default con una entidad de la que somos parte, y que tiene comprometidos con Chile más de 800 millones de dólares en diversos créditos y operaciones en beneficio del desarrollo nacional.

El asunto ha ido demasiado lejos. El afán opositor por imponer costos políticos al gobierno ha devenido en ensañamiento extremo y, de seguir así, amenaza comprometer el prestigio crediticio de Chile. Esto no es baladí: una de nuestras fortalezas para enfrentar la recesión internacional es el bajo riesgo país. Ello nos permite acceder a financiamiento internacional –por cierto, un bien muy escaso por estos días– a un costo relativamente bajo. El riesgo país impacta en el acceso y costo de los créditos a que pueden acceder las empresas chilenas en el exterior, lo que incide en el costo del crédito que pagan todos los chilenos y, por ende, en el crecimiento. El bajo riesgo país de Chile se explica por su solvencia y bajo nivel de endeudamiento, pero también, por la seriedad de sus instituciones y el impecable historial de cumplimiento de sus compromisos internacionales.

La oposición puede elegir. Puede, desde luego, optar por solucionar o escalar un conflicto innecesario y peligroso para la imagen internacional de Chile. Pero ésta no es la única disyuntiva relevante: puede elegir el estilo del trato futuro entre gobierno y oposición. A juzgar por el optimismo en las filas aliancistas, la oposición de hoy ya se siente gobierno en 2010. Ello es posible, pero no seguro. Lo que sí es seguro es que un eventual gobierno de la Alianza se enfrentará a una mayoría opositora en el Senado. Por ello, los mismos que hoy niegan la sal y el agua en el tema del Transantiago deberán pedir los votos concertacionistas para cualquier ley que busquen aprobar. Si alguien aspira a beneficiarse de acuerdos y colaboración política mañana, más le valdría comenzar a practicarla desde ya.

Acount