Que el río baje regando, por Gonzalo Rojas Sánchez
En la cuenta personal de cada chileno han sido depositadas 7.344 horas o, para ser más específicos, 440.640 minutos, para ser utilizados entre el 1º de marzo y el 1º de diciembre de este joven 2008.
Una vez deducidas las 2.142 horas pagaderas por impuesto al sueño -7 diarias- quedan otras 5.202 totalmente a disposición del usuario; o 312.120 minutos, para ser más específicos. Ahí está disponible el mayor activo humano con que pueda contar una persona.
Es un enorme capital, sin duda, pero está conformado por unos recursos tan concretos como misteriosos, porque a diferencia del dinero, nunca ganan intereses por sí solos, sino únicamente cuando se los gasta. La plata se puede acumular (y trabaja tranquilita); los minutos sólo se pueden gastar, de uno en uno, de manera pareja y constante. Vienen uno detrás del otro, sin posible acumulación o espera; no dan tregua, ordenaditos, no paran de llegar; y a continuación, en ritmo perfecto, se alejan también en inevitable sucesión.
Una de las primeras comprobaciones infantiles es precisamente ésta, que no es posible el ahorro cuantitativo del tiempo, que no se pueden guardar los minutos para más adelante, que la vida no es un celular. Por eso mismo, la planificación se hace imprescindible y es signo claro de madurez. Sólo con una ordenación previa se puede evitar que el tiempo se vuelque inútilmente al pasado, como un río dulce que por no haber sido canalizado llega al mar sin haber regado ni fecundado.
Y estos días, los primeros de marzo, son obviamente los adecuados para jerarquizar todo el año.
En el lugar principal, tiempo para Dios. Sin duda, para un creyente, todo el tiempo debiera ser para Dios. Pero como ha sido el mismo Creador, al colocarnos en medio del mundo, quien ha pedido que las múltiples actividades normales requieran su tiempo propio, igualmente la relación directa con El requiere de sus horas y minutos. ¿Dos horas o quince minutos diarios? Depende de lo que se concrete en ese tiempo. Cada persona puede fijarse unas metas, pero ya que no hay una jefatura que lo indique con precisión, lo sensato es pedir consejo a quien tenga autoridad espiritual para darlo.
Después, tiempo para la familia, porque en el plan de Dios estar con los otros de la misma sangre es la continuación espiritual de la vida biológica. Desayunos, ratos de transporte, preparación de la comida, mesa, conversación posterior, acostada; deporte, paseos, juegos familiares, caminatas conversadas, celebraciones. Todas estas cosas toman tiempo, horas y horas, que deben ser generosamente reservadas desde ya y después, efectivamente compartidas.
Amigos y trabajo, en tercer y cuarto lugar, en combinación armónica, que permita trabajar horas intensas, pero no infinitas y, al mismo tiempo, almorzar con los amigos, trasladarse con ellos desde y hacia el trabajo, incorporarlos a la vida familiar con prudencia e imaginación, hacer deporte juntos, desarrollar de a varios la vida cultural.
Cada día tiene su propio afán sólo si se sabe en qué, de verdad, nos debemos afanar. Si no, la persona es peloteada de una a otra pared en un absurdo billar en el que resulta siempre perdedora, porque se hace esclava de sus caprichos propios y de los ajenos.
Hace unos años, un alumno universitario le pidió a Juan Pablo II que le reseñara su horario de un día normal. Cuando el Papa iba por las 3 de la tarde, habiendo consignado una actividad tras otra desde las 5 de la mañana, el joven lo interrumpió sorprendido: Santo Padre, pero ¿y usted no tiene un tiempo libre? Todo mi tiempo es libre, le contesto Juan Pablo II.
jueves, 6 de marzo de 2008
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