jueves, 16 de abril de 2009

Saludable incomodidad.



Saludable incomodidad,
por Alejandro Ferreiro (*)

El próximo lunes 20 de abril entra en vigencia la ley de transparencia pública y acceso a la información administrativa que exige publicar y actualizar en los sitios electrónicos de los organismos del Estado determinada información de interés público acerca de su quehacer, incluyendo contratos celebrados, transferencias a terceros y remuneraciones de su personal.
Adicionalmente, la ley confiere a las personas el derecho a solicitar acceso a toda otra información que una ley de quórum calificado no haya declarado reservada o secreta por afectar su conocimiento el debido cumplimiento de las funciones del órgano público, los derechos de las personas, la seguridad nacional o el interés nacional. En principio, toda información generada con recursos fiscales es pública. Acceder a ella será un derecho garantizado, y ya no el resultado de una concesión graciosa o discrecional de funcionario o autoridad.

Un órgano de control autónomo —el Consejo para la Transparencia— velará por el cumplimiento de la ley para lo cual podrá dictar instrucciones obligatorias, aplicar sanciones y resolver los litigios que surjan cuando un solicitante de información no se conforme con la respuesta recibida. Al consejo le cabe también difundir este derecho, capacitar respecto de su ejercicio y, en general, promover la cultura de la transparencia en la gestión de los asuntos públicos.

El cambio que se viene no será menor. Nuestra cultura administrativa ha sido, por siglos, más bien opaca. Entender que la información producida o guardada por los organismos públicos pertenece, en rigor, a todas las personas, contrasta con una larga tradición que basa la relación entre gobernantes y gobernados en una lógica de poder, más que de servicio, y que ubica a la autoridad por sobre las personas. La transparencia, por el contrario, refuerza el concepto democrático y horizontal que reconoce a mandantes y mandatarios, a servidores públicos y ciudadanos. La nueva ley afirma lo que nunca debió ser distinto: que el poder de la información acerca de los asuntos públicos debe radicarse en todos, puesto que así mejora la capacidad social de prevenir corrupción e ineficiencia en la gestión de los asuntos públicos.

La ley —y, casi con certeza, el consejo— habrán de resultar incómodos para muchos. La transparencia, por cierto, siempre ha sido un problema para los que tienen algo que ocultar. La transparencia permitirá confrontar los valores y preferencias sociales con las prácticas estatales. Habrá revelaciones que abochornen a sus protagonistas y explicaciones más o menos plausibles que no siempre serán suficientes a los ojos de la calle. Pero, probablemente, luego de un primer momento de morbo político y mediático, las lecciones serán aprendidas, y la gestión del Estado tenderá a adecuarse de mejor manera a lo que la opinión pública espera de ella.

La ley también será incómoda para quienes el 20 de abril los sorprenda sin la preparación necesaria para cumplirla cabalmente. En rigor, los ocho meses de preparación en el caso chileno resultan breves si se comparan con los cinco años de Inglaterra o los 18 meses de México. Pero dado que la ley contempla sanciones sólo en casos de denegación infundada de solicitudes de información o incumplimiento injustificado de la obligación de publicar y actualizar la información exigida, será siempre posible para el consejo distinguir entre quienes no pueden y quienes no quieren cumplir con ella. Y en esta última categoría deben incluirse los que hoy no pueden cumplir por no haber adoptado con razonable diligencia las medidas de preparación administrativa que un cambio de esta envergadura e importancia exige.

En fin, las “incomodidades” de la ley de transparencia serán inevitables, pero también saludables. Saludable es rendir cuentas. Saludable es saberse observado y sometido a escrutinio social en el ejercicio de la función pública, puesto que ello sirve de aliciente para desplegar el mejor desempeño. Saludable es avanzar hacia la cultura de la transparencia, porque en la opacidad florecen las malas prácticas. Saludable será comparar entre los distintos servicios públicos, porque la ciudadanía merece saber —y debiera premiar— a quienes hacen bien las cosas, del mismo modo que castigará y exigirá mejoras a quienes se muestren con desempeños mediocres. Saludable será que la ciudadanía se informe sin filtros ni maquillajes acerca de lo que hacen los gobernantes con sus recursos y sus votos, porque eso generará el tipo de participación y control social propio de las mejores democracias.

Una gran reforma del Estado debuta la próxima semana. Un aporte potencialmente fundamental para la calidad de la democracia y del desempeño de la función pública. Ud., lector, que busca en estas páginas comentarios económicos, no se frustre: existe demasiada evidencia del impacto positivo de la transparencia sobre la eficiencia estatal, la competitividad y el crecimiento. Y si Ud. es de aquellos que considera que el debate principal no debiera ser acerca del tamaño del Estado, sino acerca de la calidad de su desempeño, alégrese: la transparencia hace que todos quienes se sienten observados quieran verse bien. Por eso, y aunque duela e incomode: ¡bienvenida, transparencia!

*El autor es miembro del Consejo Directivo del Consejo para la Transparencia.

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