sábado, 20 de junio de 2009





Una amistad revolucionaria

David Gallager


Fidel Castro y Che Guevara se conocieron en México en 1955, en la casa de María Antonia González, una cubana casa- da con un boxeador mexicano. El singular encuentro es descrito en "Fidel y Che", un excelente libro recién publicado por el joven académico inglés Simon Reid-Henry.


Fidel, a los 29 años, ya había realizado nada menos que el asalto a la Moncada. En cambio el Che, dos años menor, no había hecho mucho más que viajar, leer y acumular fervor revolucionario. Era un rebelde sin causa. La carencia fue rápidamente compensada por Fidel: en pocas semanas, tenía al Che embobado con la idea de liberar Cuba.


Cuando llegan a La Habana en 1959, se da una di- visión de trabajo entre los dos. Fidel se dedica a embrujar a los cubanos con su oratoria. Muchos creen todavía que es un demócrata, y él mantiene viva esa ilusión dentro del laberinto de sus palabras. En cambio, el Che trabaja sigilosamente en una agenda maximalista para el gobierno. Se encarga de los fusilamientos. Y empieza a concebir al "hombre nuevo", el que trabajará impulsado por incentivos morales. Él dará el ejemplo, en la zafra. Según Reid-Henry, Haydée Santamaría dice que hay rumores de que se ha vuelto loco, de que quiere cortar toda la caña de Cuba solo. Según Cabrera Infante, Haydée, quien había fundado la Casa de las Américas, el corazón de la cultura revolucionaria, creía que Ortega y Gasset eran dos personas, como Marx y Engels.


Leyendo a Reid-Henry, me acordé de Cervantes, porque Fidel y Che tienen algo de Sancho Panza y Don Quijote. Como ellos, salen a enmendar el mundo, a hacer el bien, pero a su pinta. Fidel, como Sancho, termina a cargo de una ínsula. El Che, encendido, como Don Quijote, por sus ávidas lecturas, quiere ir siempre más allá, en busca de otra aventura. Como Don Quijote, se siente descolocado cuando su compañero de aventuras se asienta como gobernante de ínsula.


Aislado en Kibamba, en el corazón del Congo, sin provisiones, sin esperanza y desautorizado por un discurso desafortunado en que Fidel le lee a toda Cuba una carta de despedida que él le había dejado, el Che me hace pensar en cuando Don Quijote, tras cenar con los Duques, se retira solo a su aposento. Está triste, porque teme que Sancho se quede como gobernador vitalicio. Con él, Don Quijote tenía un pacto epistemológico: le creía a Sancho cuando Sancho le creía a él. ¿Con quién ha de conspirar ahora para contener la realidad? Don Quijote se desviste, pero al descalzarse, se le corre una media. El accidente es una catástrofe, porque ya no le quedan otras. El desamparo que lo invade tiene que ser el que siente el Che en Kibamba.


En su afán de enmendar la vida de los demás, Don Quijote y San- cho siembran el caos y reciben innumerables golpizas. Nos reímos a carcajadas. En cambio, las quijotadas de Fidel y el Che no son cómicas, porque el costo que imponen es terrible. Fidel no recibe golpiza alguna. El Che, sí: es asesinado. Allí me acordé de una gran observación de Arturo Fontaine, en el número 100 de Estudios Públicos, el que fue dedicado al Quijote. Dice, para explicar el ideal del caballero andante, que "representa de una manera intensa y extremada la libertad humana ante el poder del instinto de sobrevivencia individual".


Uno de los primeros admiradores de Fidel y del Che fue Jean-Paul Sartre. Según Reid-Henry, él, en un viaje a Cuba en 1960, le dijo, embelesado, a Simone de Beauvoir, que "por primera vez en la vida estaban en presencia de la felicidad obtenida por la violencia". Desde su tumba, estará celebrando que Fidel, casi 50 años más tarde, logra todavía obligar a los cubanos a ser felices.

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