miércoles, 22 de julio de 2009

¿Indulto o insulto?, por Gonzalo Rojas Sánchez.


¿Indulto o insulto?,

por Gonzalo Rojas Sánchez.
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Fue el 23 de marzo de 1991 cuando Jaime Guzmán se opuso con fortaleza a la posibilidad de indultar terroristas por actos cometidos antes del 11 de marzo de 1990.

El indulto: una institución siempre controvertida, que a pesar de sus contornos jurídico-formales, devela el fondo del corazón humano. Frente al indulto, ante cada una de las situaciones en que se lo propone y discute, los actores públicos desnudan el alma. Es que se trata de perdonar nada menos que al rival, al adversario o, para algunos, al enemigo.

Guzmán alegó en esa oportunidad que no correspondía modificar la Constitución otorgando facultades al Presidente para indultar a aquellos terroristas, porque constituían el grupo más peligroso de la sociedad, una amenaza vigente que ponía en peligro la seguridad de las personas y la paz social.

No hubo una palabra en su discurso que condenase definitivamente el pasado de esos criminales, por sangriento que hubiese sido. Seguro que en su corazón había perdonado el gran mal que le habían hecho a Chile. Por eso, toda su argumentación contraria al indulto se refería al futuro inmediato, al riesgo próximo y evidente, a la imprudencia de la medida hacia adelante. Indultarlos podía ser una adecuada medida de misericordia, pero era un riesgo muy grande para el bien común.

Tenía toda la razón. Menos de 10 días después, era asesinado por un comando terrorista.

Casi 20 años más tarde, la Presidenta Bachelet enfrenta con debilidad una entrevista radial, vacila frente a la posibilidad de un indulto que pueda incluir a miembros de las Fuerzas Armadas en retiro y... se arma la zafacoca en la izquierda.

Teillier, desde la ortodoxia comunista, recuerda que los que han cometido delitos de lesa humanidad no tienen derecho al indulto (y mantiene así viva la relación funcional entre derecho y revolución); Enríquez-Ominami niega el indulto a quienes participaron en los que califica como crímenes atroces (y trata de borrar toda la genealogía personal con dos palabras); y Bitar matiza afirmando que quienes fueron castigados, fueron castigados, por lo que el indulto en esas circunstancias no va (y gracias a esta sutileza, postula a una cátedra de lógica avanzada, para su cesantía post Concertación).

La triple mirada izquierdista es básicamente retrógrada: el pasado (su parcial mirada del pasado, como si nada hubiesen tenido que ver en los acontecimientos que califican) está fijo, determina por completo sus posiciones, cierra totalmente una visión de futuro.

Por cierto, ninguno de ellos califica a esos uniformados hoy condenados como peligros para la sociedad; Teillier, Enríquez-Ominami y Bitar (y todos los demás que oyeron con pavor la vacilación de la Presidenta) saben perfectamente que no corren peligro alguno, que ni dentro de 10 días, ni de 100, ni de mil, comando alguno los privará de la vida.

Pero no es el porvenir lo que los mueve. La suya no es una mirada de futuro, de prudencia, de bien común; es el simple eco de las furias vengativas que aún no logran aplacar y que, estimuladas por un lapsus, acuden en masa y desbocadas, ma- nifestándose en sus declaraciones y gestos. La sola posibilidad de un indulto es, para sus corazones, simplemente un insulto.

Por contraste, los asesinos de Jaime Guzmán recibieron muy pronto el perdón de la familia, de los amigos del senador, de los discípulos del profesor. Y si hoy hubiera uno solo de aquellos en prisión, seguro que Andrés Chadwick, Juan Antonio Coloma y Pablo Longueira pedirían un indulto reconciliador, confiados en que quizás ya sería prudente reintegrarlos a la normalidad social.

La diferencia se explica porque el indulto es facultad del corazón.


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