miércoles, 22 de julio de 2009

Una especie en extinción, por Gonzalo Vial.







Una especie en extinción.
Gonzalo Vial.

El debate parlamentario sobre la píldora del día después gira alrededor de dos puntos principales:

a) Si ese fármaco puede tener efectos abortivos, y

b) Si en caso de darse la posibilidad abortiva que indica la letra a), cabe que el Estado, sin violar la Constitución y por la vía administrativa: 1. autorice el expendio de la píldora; 2. más complejo todavía, la reparta él mismo a través de sus organismos de salud o municipales, y 3. algo todavía de mayor complicación jurídica, haga el reparto de modo gratuito y secreto.

En todo esto, la Iglesia ha expresado una opinión razonada, y la ha difundido utilizando los medios a su alcance.

Por supuesto, se puede discrepar de ella.

Sin embargo, al plantear, respecto de la materia de la letra b), Nº 2, la infracción a la Carta Fundamental que implicaba ese reparto, la Iglesia ha tenido en definitiva mucho respaldo: el de la Corte Suprema, la vez que se pronunció derechamente sobre el punto; el del Tribunal Constitucional, y el de la Contraloría (regulando la correcta aplicación del fallo de Tribunal). Es decir, han ratificado la tesis católica todos los máximos controles de la legalidad y de la constitucionalidad que existen en Chile... y actuando éstos sin solicitud ni intervención de la Iglesia.

Los obispos no han obligado ni presionado a nadie. Desde luego, por la sencilla razón de que no tienen medio alguno de hacerlo. Sólo se han dirigido a la razón y la conciencia de todos, y especialmente (como era natural) de sus fieles. Ni siquiera han insinuado la posibilidad de excomunión expresa contra los católicos que desobedezcan su magisterio, a fin de no enturbiar el debate razonado y racional.

Sin embargo, la actitud clara, firme y prudente de la Iglesia Chilena no ha merecido al rector-columnista de El Mercurio una refutación de igual carácter, sino un estallido de ira absolutamente incomprensible. El 5 de junio, calificó aquella actitud de “osadía conservadora y clerical”. También, de pretensión de otorgar al punto de vista católico “fuerza coactiva mediante la ley”, “fuerza de ley”. Y de conferir a la autoridad “poder para guiar las decisiones de todos los ciudadanos”, sustituyendo y suplantando su autonomía —“en esos momentos cruciales de la vida humana”— por lo que resuelva “un puñado de tutores”, violando su “intimidad”, etc., etc.

Observará el lector que la tirada que he resumido carece de sentido común. Si el punto de vista de la Iglesia se tradujera en una ley (el supuesto que irrita al rector-columnista), los adversarios de la misma —él incluido, y actuando en la democracia con la cual se llenan la boca— podrían intentar invalidarla por inconstitucional. Y si no lo obtuviesen... pues, deberían acatar esa ley, por mala que les pareciera, tal como los católicos hemos debido acatar la ley de divorcio, aunque la encontremos inicua.

Por lo demás, la Iglesia no ha pedido ninguna ley. La ley la ha propuesto el Gobierno, en la misma línea del rector-columnista. Si el Congreso la aprobase distinta, ¿ese solo hecho la invalidaría?

El 12 de julio, nuestro comentarista vuelve a la carga... ahora contra la cabeza de la Conferencia Episcopal, por haber dicho que algunos “defendían a la Iglesia ante quienes nos arrinconaban (a los obispos) por defender los derechos humanos... (pero) hoy pretenden encerrarla en la sacristía de una fe privatizada”.

“Insólito”, dice el rector-columnista, y no sólo insólito sino “inaceptable”.

¿Por qué? Porque indicaría “la pretensión de que esos puntos de vista sean, sin más, tenidos por verdaderos”, de que se les reconozca “autoridad”. Ello, en vez de hacer la Iglesia “lo que ha venido haciendo hasta ahora: esparcir sus creencias y sus puntos de vista en la esfera de la cultura... medios de comunicación... sus innumerables colegios... seis universidades... y ...audiencias del Congreso”. No puede pretender que dichos puntos de vista “sean, sin más, tenidos por verdaderos”.

Nuevamente, afirmaciones infundadas. ¿Qué ha hecho la Iglesia sino lo que el columnista dice que puede hacer? ¿Cuándo, dónde y cómo se ha arrogado ser “autoridad” civil, o ha pretendido que la sociedad como conjunto acoja “sin más” sus principios?

¿O será que la conducta “políticamente correcta” de la Iglesia consistiría en no hacer olitas, no molestar a gobernantes y parlamentarios con campañas públicas para que se respete la Constitución, sino moverse en sordina, dejando una constancia “educada” de sus puntos de vista, pero sin que se entere nadie, sin llamar al pan pan y al vino vino, ni recurrir a la opinión? ¿Eso pidieron a la Iglesia, durante el régimen militar, los defensores de los derechos humano que no eran creyentes? ¿Les hubiera satisfecho, en ese entonces, una conducta parecida de parte de la Vicaría de la Solidaridad?

Es preciso entender que, para la Iglesia, el derecho a la vida del que está por nacer es tan inviolable y digno de defensa —aunque su atropello se realice en la “intimidad” de la madre— como el mismo derecho en el adulto víctima ilícita de la autoridad.

Pero no nos alarmemos tanto con el rector-columnista. Sus iras apocalípticas y acusaciones al vuelo suelen terminar en nada. Retrocede disimuladamente y se desdice. Lo malo es que lo hace mediante una carta posterior. Pero quizás no la lean todos los fieles de sus flamígeras columnas antecedentes.

Así ha ocurrido esta vez. La carta aparece en El Mercurio del 19 de julio. Y resulta que censura a los obispos, UNICAMENTE, “su pretensión de que ese punto de vista (el de la Iglesia) se reconozca como correcto o verdadero”. Olvídese el lector de los otros fuegos artificiales.

¡Qué cosa más rara! ¿Que podrían “pretender” los obispos? ¿Que lo que afirman no es correcto ni verdadero? ¿No “pretende” y asegura el rector-columnista ser correctas y verdaderas sus propias afirmaciones... no lo pretende igual CUALQUIERA que haga CUALQUIER afirmación?

Otra cosa es intentar IMPONER al país, sin autoridad legítima, esos puntos de vista. Pero nadie puede acusar a la Iglesia de haber hecho eso. No son “imposiciones” de ella las que han censurado la Corte Suprema, el Tribunal Constitucional y la Contraloría.

Concluyendo su carta, el rector-columnista supone que el debate sobre la píldora del día después está resuelto, en un sentido contrario al que la Iglesia sostiene. Supongo que se refiere al proyecto que aprobó la Cámara y que se halla pendiente ante el Senado. Y supongo que si el control de constitucionalidad de la ley en definitiva despachada, y/o de su aplicación administrativa, resulta negativo el rector-columnista lo aceptará (tal cual lo haremos los católicos, sin renunciar a nuestras convicciones, si resulta positivo). Y no querrá eludirlo o depreciarlo, como la vez anterior, alegando que los miembros del Tribunal Constitucional han sentenciado según sus “convicciones religiosas” y no conforme “a las reglas constitucionales”, siendo “buenos fieles” pero “malos jueces” (13 y 27 de abril). Hay que estar en las duras y en las maduras.

Un último enigma: ¿por qué la irracionalidad que exhiben estas columnas rectoriales? ¿Cuál es el motivo de un apasionamiento tan desbocado? Creo hallar la respuesta observando el título de una de ellas: «FRAILES en la República» (12 de julio). El autor no puede ignorar que «frailes» no son todos los sacerdotes, sino solamente los religiosos. Pero «fraile» era la forma despreciativa y odiosa que usaban nuestros «clerófobos» del cambio de siglo, del XIX al XX, para referirse a cualquier hombre de Iglesia. En su caso, sin embargo, la disculpa era que los católicos de entonces solían corresponderles con epítetos de parecido calibre. Pero ni católicos ni agnósticos del XXI persistimos en antiguallas tales. El «clerófobo» es una especie en extinción.

Acount