jueves, 22 de mayo de 2008

Prat y el servicio público del Siglo XXI

Prat y el servicio público del Siglo XXI
Gonzalo Vial

Leo que el Consejo del Sistema de Alta Dirección Pública se queja del funcionamiento de éste, y que propone diversas medidas administrativas y legales para perfeccionarlo (El Mercurio, 17 de mayo). El Sistema, según entiendo, enfoca los cargos más importantes del servicio público, y va en la línea de la “modernización del Estado” que ha adquirido notoriedad los últimos años. Su objeto es que lleguen a esos cargos no los amigos políticos del gobierno de turno, sino que personas suficientemente capacitadas para las tareas específicas de los puestos respectivos. Algo así como despolitizarlos y tecnificarlos.



Por la información se advierte que uno de los puntos estimados cruciales es mejorar las remuneraciones de los funcionarios superiores, de modo de retenerlos y que no funcione la “grúa” de la empresa privada, y los “levante”.



Objetivo acertado... dentro de ciertos límites. Pues si creemos que la “alta dirección pública” va a competir en alicientes monetarios con la “alta dirección privada”, muy luego comprobaremos ser ésa una carrera perdida de antemano: siempre la esfera donde prime el lucro, muy legítima desde luego, hará ofertas más atractivas que el servicio público. El camino, creo, debe combinar una remuneración adecuada de dicho servicio —la cual nunca será de verdad competitiva, peso por peso, con la que formule el sector privado para su propia esfera superior de mandos— y una restauración del CONCEPTO del funcionario de primera línea, que elige aportar su esfuerzo profesional y personal, no al lucro propio o ajeno (opción, reitero, perfectamente lícita), sino al bien común de la sociedad, representada por el Estado.



Este tipo de personas existe. Son muy capaces, muy preparadas en su especialidad, muy trabajadoras, el bienestar social las conmueve y empuja, no tienen (comúnmente) afanes de notoriedad ni de éxitos sensacionales, y prefieren la seguridad mediana de un cargo administrativo a los riesgos de un lucro mayor pero incierto. No pueden ser llamadas burócratas, ni siquiera altos burócratas —pues nada tienen de rutinarias, sacadoras de vuelta, tramitadoras, etc.—: son funcionarios superiores del servicio público.



Sé que existen, pues los he encontrado constantemente en el curso de una vida ya larga. Hace 54 años, nada menos, secretario privado de un ministro de Hacienda, me asombraba la categoría intelectual, ética y humana, seriedad, modestia y consagración que exhibía la mayor parte de los jefes de servicio de esa cartera, y cómo rechazaban casi sin darse cuenta los cantos de sirena de la empresa privada, porque se sentían cumpliendo una tarea socialmente más productiva, y más conforme con sus idiosincrasias personales. Recuerdo una directora de Aduanas de superlativas condiciones, y un joven director de Presupuestos que después tendría, hasta hoy, una honrosa carrera política y de finanzas. Después, en 1960, pudimos presenciar la hermosa hazaña colectiva de la CORFO al “destapar” la desembocadura del Lago Riñihue, cegada por el terremoto de ese año, y que amenazaba de pavorosa inundación a la ciudad de Valdivia. Y durante mucho tiempo formé parte de un consejo público de abogados, cuyos miembros reunían los mismos caracteres.



Sin embargo, semejante noción del servicio público se ha desvalorizado los últimos tiempos, en combate desigual con el ambiente “posmoderno”, “progresista”, que enfatiza el triunfo, lucro y goce del individuo, y el automarqueteo, con desprecio de los sufrimientos ajenos y de los valores sociales.



Es necesario no perder, recapturar el espíritu de “servicio público”, y en eso debe consistir su “alta dirección”, aun por encima —sin olvidarlos— de los aspectos quizás de mayor urgencia, como los de capacidad, técnica o renta.



En este sentido, la figura del héroe que conmemoramos mañana es ejemplar. No sólo militar, sino también civilmente, pues adquirió con sacrificio una profesión de este último ámbito para prestar, y efectivamente prestó, el mismo servicio que ya entregaba en lo castrense. Prat aparece así como el servidor público por excelencia.





Conviene rescatar de un posible olvido (peligro que no corre, ciertamente, la hazaña del 21 de mayo) algunos rasgos de Arturo Prat, principios muy notables de su consagración al servicio público:



1. Nunca aprovechar el Estado y su servicio para ventaja propia. Notemos, en esto, que Prat, siendo marino de intensa y continuada labor como tal entre 1870 y 1876 se recibió de abogado DURANTE SUS HORAS LIBRES, SIN JAMÁS SOLICITAR —PORQUE LO ESTIMABA IMPROPIO— UN DIA SIQUIERA DE LICENCIA PARA ESE FIN. De cuyo modo, y dando difíciles exámenes libres ante comisiones cuyos integrantes no conocía, cursó “humanidades” (la enseñanza media de hoy) completas; rindió el “bachillerato”, puerta de acceso a la instrucción superior; aprobó todos los ramos de Derecho; hizo la práctica profesional en un bufete porteño; escribió y defendió su tesis o memoria de prueba, y dio el examen final ante la Corte Suprema que entonces era de rigor. Fue el primer abogado salido de la Armada, pero ella nada le dio al efecto... porque nada pidió.



Más todavía, recibido de abogado, y aunque su mujer se lo pedía, y el futuro de marino era incierto (el gobierno acababa de cerrar la Escuela Naval), Prat no quiso dejar la Armada. Hubiera sido una “inconsecuencia”, explicó, haberla aprovechado para titularse en leyes, para inmediatamente después olvidarse de ella.



2. Usar los fondos públicos con el más riguroso decoro. Agente chileno en Argentina de lo que hoy llamaríamos “inteligencia”, el año 1878, recibió una suma para gastos en libras esterlinas de oro. Rindió por ella una cuenta asombrosamente minuciosa, y devolvió un saldo apreciable que le había sobrado. Leyendo la cuenta, impresiona cómo Arturo Prat separa el gasto imputable a la misión encargada, de los desembolsos personales suyos, y excluye éstos. v.gr., registra pero no cobra al Estado un corte de pelo, pues de todos modos hubiera debido hacerlo. O carga el importe de un almuerzo, pero no el vino del mismo. Etc.



3. ¿Cuál era para Prat la esencia del servicio público? Que el funcionario CUMPLIERA SU DEBER EN TODO Y HASTA EL FIN.



Cuando alguien, sin mala intención, dio como causa del salto inmortal un deseo de gloria, la mujer del héroe salió a la prensa para refutarlo:



“El no habría sido capaz... de pensar en su gloria personal, en esos solemnes momentos. Si saltó, fue buscando el último recurso que le quedaba para abordar y hacer suya la nave enemiga, lo que ERA SU DEBER, el norte de Arturo”.



El abordaje no fue pues un impromptu o un gesto romántico, sino una forma de cumplir su deber. Forma estudiada y preparada cuidadosamente los días anteriores, descartando otras (v.gr., la fabricación y uso de torpedos) por imposibles. Forma cuya posibilidad de éxito se presentaba, y Prat lo sabía, muy remota... pero existente. Y existiendo, “era su deber” —su deber funcionario— ensayarla.



Es importante agregar que el mismo principio aplica a su corta actuación de abogado-funcionario: cumplir el deber de tal hasta el extremo, aunque duela... aunque perjudique.

Nombrado de oficio, sin buscarlo (por sus conocimientos jurídicos), defensor de inculpados en juicios de guerra navales, ejercía esta defensa a fondo, contradiciendo —duramente, si fuese necesario— al acusador, que era a la vez jefe jerárquico del acusado... y del mismo Prat.



Emblemático sería el caso de Luis Uribe, su futuro compañero de Iquique. Teniente 1º, fue acusado en juicio naval nada menos que por un contraalmirante, y uno de gran prestigio, José Anacleto Goñi. No hay espacio para analizar los motivos, ni menos quién tenía razón. Pero Prat, encargado de la defensa de Uribe, no vaciló en descargar todas sus baterías jurídicas contra Goñi, con frases como éstas:



Goñi (dijo Arturo Prat) recurrió respecto de Uribe a “medios ilegítimos... reprobados por la delicadeza y el honor… que nada justifica... Estaba empeñado... (su) amor propio, sentimiento que con tanta fuerza nos impele a hacer triunfar nuestros propósitos, por desacordados que sean”.



Así se refirió un capitán de corbeta a un contraalmirante, el año 1875. Su derecho y su deber de defensor primaron —según correspondía— sobre su respeto de subordinado, y aun sobre la admiración y agradecimiento que tenía por Goñi, quien había favorecido mucho a la Escuela Naval, la niña de los ojos de Prat.



La revalorización y veneración de un sentido riguroso del deber funcionario, como eje del servicio público, tiene así su más calificado ejemplo y precedente en Arturo Prat, el marino-héroe, sí, pero también el abogado que cumple con entusiasmo sus obligaciones hacia la sociedad.

Acount